Capítulo XLII

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Un conocido antiguo de Oliver da pruebas tan brillantes de genio, que llega a ser un personaje público en la capital


La misma noche que Anita, cediendo a un impulso generoso, hizo a Rosa Maylie las importantes revelaciones que conoce el lector, después de propinar un narcótico a Sikes, acercábanse a Londres, por el Gran Camino Real Norte, dos personas, a las cuales no puede dispensarse esta verídica historia de prestar alguna atención.

Eran las personas en cuestión un hombre y una mujer (quizá les cuadrase mejor la denominación de macho y hembra); el primero, uno de esos ejemplares largiruchos, huesudos, patizambos y de andar perezoso y vacilante, a los cuales es difícil señalar edad determinada, seres que, de niños, parecen hombres entecos y poco desarrollados, y de hombres, podrían pasar por muchachos desarrollados prematuramente.

La mujer era joven, de constitución robusta y grandes fuerzas, pues en caso contrario, habríale sido imposible llevar el pesado fardo que gravitaba sobre su espalda. No llevaba su compañero tanto equipaje, reducido a un paquetito envuelto en un mal pañuelo y pendiente de la punta de un palo apoyado sobre el hombro, paquetito que tenía trazas de pesar muy poco. Esta circunstancia, unida a la longitud de sus piernas, realmente desmesuradas, permitíale llevar constantemente una delantera de doce pasos a su compañera, hacia la cual volvía la cabeza de tanto en tanto, haciéndole señas que traducidas al lenguaje vulgar, eran otros tantos reproches a su tardanza y excitaciones a que apresurara el paso.

Avanzaban por el camino lleno de polvo, sin fijar su atención en ninguno de los objetos que se les presentaba a la vista, excepto C do divisaban alguna diligencia, entonces solían desviarse unos pasos sin duda a fin de no entorpecer marcha. Cuando hubieron pasado, arco Highgate, el hombre hizo y llamó con impaciencia a su e pañera.

—¿Quieres darte prisa? ¡A fe que eres holgazana, Carlota!

—Pesa mucho este fardo; créeme —contestó la mujer, llegando rendida y sin aliento.

—¡Que pesa mucho! ¿Qué disparates estás diciendo? ¿Es que sirves para nada? —replicó el viajero macho, pasando al otro hombro el pequeño lío que llevaba—. ¡Dios de Dios! ¿Otra vez parada? ¡Si lo que estás haciendo no es para concluir con la paciencia de todos los santos del Cielo, que venga el diablo y lo vea!

—¿Nos falta mucho para llegar? —preguntó la mujer, recostándose contra un poste y secándose con revés de la mano el sudor que in daba su cara.

—¡Que si falta mucho! Allá es el término de nuestro viaje —respondió el viajero extendiendo un brazo—. ¿Ves aquella claridad? Pues son las luces de Londres.

—Me parece que nos quedan por lo menos dos millas largas —añadió la mujer con desaliento.

—Tanto monta que sean dos como veinte —replicó Noé Claypole, que él era en persona el compañero de la mujer—. ¡Ea! ¡En marcha, si no quieres que despierte tu actividad a patadas!

Como quiera que la nariz de Noé, coloreada de suyo, se ponía más y más encendida cuando la cólera rugía en el pecho de su propietario, y como por otra parte, éste cruzó con paso vivo el camino mientras hablaba, la mujer se levantó sin replicar y reanudó penosamente la marcha.

—¿Dónde pasaremos la noche? —preguntó la mujer, luego que hubieron recorrido un centenar de varas más.

—¿Lo sé yo por ventura? —replicó Noé, cuya irritación exacerbaba extraordinariamente la caminata.

—Será cerca, ¿verdad?

—¡No... no será cerca! —gritó Claypole—. ¿Por qué ha de ser cerca? No creas tal cosa si no quieres llevarte chasco.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora