Capítulo XXIX

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Se hace la presentación de algunos de los habitantes de la casa a la que fue a parar Oliver


En un comedor elegante, amueblado más bien con arreglo a la moda antigua que de conformidad con las leyes del gusto moderno, dos señoras, sentadas frente a una mesa irreprochablemente servida, se disponen a dar comienzo a su almuerzo. Giles, en traje de etiqueta completamente negro, era el encargado de servirlas. Situado entre el aparador y la mesa, erguido el cuerpo, alta y un poquito ladeada la cabeza, algún tanto adelantada la pierna izquierda, colocada la mano derecha sobre el Chaleco y tendida la izquierda, que tenía entre los dedos una servilleta, a lo largo del cuerpo, ofrecía aspecto de hombre que está perfectamente convencido de su mérito y de su importancia.

De las dos damas, era una de edad bastante avanzada, pero el alto respaldo de roble de la silla en que estaba sentada no era ciertamente más recto que su espalda. Luciendo un vestido prodigio de pulcritud y precisión, modelo singular de gusto pasado de moda con ligeras concesiones a las exigencias modernas, que lejos de atenuar el efecto del primero le realzaba, por el contrario, la dama en cuestión ofrecía una actitud de severa dignidad, sentada en su sillón y puestas las manos sobre la mesa. Sus ojos, cuyo brillo apenas si habían empañado muy ligeramente los años, contemplaban con atención a su joven compañera.

La otra dama estaba en la flor de su juventud y de su hermosura, en esa edad en que, si alguna vez los ángeles, para realizar en la tierra alguna misión especial encomendada por el mismo Dios, han asumido formas corpóreas, hay que creer, sin temor de ser impío, que lo han realizado en algún cuerpo tan en cantador como el de la angelical niña que encontramos sentada frente a la anciana.

No pasaba de los diecisiete años. Era su talle tan esbelto, tan exquisitas sus formas, sus facciones tan correctas y hermosas y tan suave y dulce la expresión de su mirada, que no parecía que la tierra hubiera de ser su elemento, ni los groseros seres que la pueblan sus compañeros. Ni tampoco la luz de la inteligencia que brillaba en sus ojos, de un azul purísimo, y resaltaba en su serena frente, parecía propia de su edad ni de este mundo. Y, sin embargo, la expresión inefable de dulzura y de felicidad que ofrecía su rostro los mil destellos que parecían juguetear en sus ojos, en cuyas profundidades no se observaba la sombra más insignificante, y más que nada su sonrisa, sonrisa placentera, embriagadora, significaban otros tantos tesoros creados exclusivamente para el hogar, para hacer la ventura, la felicidad domésticas.

Los pequeños menesteres de la mesa embargaban por completo su atención. Cuando levantó los ojos y vio que la señora de edad la estaba mirando, echó atrás su hermosa cabellera y devolvió la mirada con otra tan encantadora, tan divina, que los ángeles del Cielo debieron sonreír entusiasmados al verla.

—Hace ya más de una hora que salió Britles, ¿verdad? —Preguntó la anciana.

—Una hora y doce minutos, señora —respondió Giles, no sin consultar antes su reloj de plata.

—Nunca tiene prisa —observó la dama.

—Siempre fue Britles un muchacho cachazudo, señora —dijo el servidor—. Por supuesto, que si treinta años no han bastado para despertar un poco su actividad pocas, probabilidades hay de que cambie.

—Lejos de corregirse, empeora —contestó la señora.

—Únicamente no tendría excusa cuando su tardanza fuese debida a que se entretuviera jugando con los chicos —terció la joven riendo.

Meditaba Giles al parecer sobre si las conveniencias le consentían acomodarse al buen humor de la señorita sonriendo con todo el respeto posible, cuando hizo alto frente a la puerta del jardín un carruaje, del cual saltó un caballero gordo, que corrió presuroso a la puerta y no tardó en penetrar como una bomba y sin previo anuncio en el comedor, derribando casi a Giles y faltando muy poco para que volcar la mesa.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now