Capítulo XXXIV

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Algunos datos preliminares acerca de un caballerito que se presenta en escena, y relato de una aventura ocurrida a Oliver


Aquella era demasiada felicidad. La inesperada nueva dejó a Oliver estupefacto, aturdido, sin lágrimas, sin voz, y sin posibilidad de permanecer sentado ni quieto. Hubo de salir corriendo a respirar el aire libre, sin comprender más que muy confusamente lo que había pasado, y hasta después de largo rato de ejercicio no se abrieron las compuertas de sus ojos para dar paso a las lágrimas de júbilo en ellos agolpadas, ni despertó de la especie de sopor letárgico en que parecía sumido, ni se dio cuenta cabal del feliz cambio producido, ni se libró de la agonía insoportable que oprimía y atenazaba su tierno corazón.

Era bien cerrada la noche cuando Oliver regresaba a casa, cargado de flores recogidas con cuidado especial para adornar el cuarto de la enferma. Mientras avanzaba por el camino con paso ligero, a sus espaldas el rodar de un coche que adelantaba a galope tendido. Volvió la cabeza y vio que era una silla de posta tirada por cuatro caballos que volaban. Como el camino era estrecho y el vehículo venía encima, hubo de pegarse casi a una puerta para dejarlo pasar.

Aunque la silla de posta pasó como una exhalación, pudo Oliver vislumbrar en su interior a un hombre tocado con gorro de dormir blanco, cuyas facciones le parecieron familiares, aunque sin llegar a identificarle. Un segundo más tarde asomaba por la portezuela de la silla de posta el gorro de dormir, y una voz estentórea daba al postillón orden de parar, orden que fue obedecida tan pronto como aquél logró contener a los caballos. Apareció inmediatamente de nuevo el gorro y sonó la voz estentórea llamando a Oliver por su nombre.

—¡Aquí, Oliver, ven aquí! —gritó la voz—. ¿Qué noticias hay ¿Y la señorita Rosa? ¡Oliver!

—¿Es usted, señor Giles? —contestó Oliver precipitándose hacia la portezuela del carruaje.

Otra vez asomó el gorro de dormir de Giles, sin duda para formular —su propietario, no el gorro—, nuevas preguntas, cuando el buen mayordomo hubo de ceder la ventanilla a un joven, que a su lado venía sentado, quien preguntó anhelante noticias sobre la enferma.

—¡Una sola palabra! —exclamó—. ¿Está mejor o peor?

—¡Mejor, mucho mejor! —contestó Oliver.

—¡Dios sea loado! —exclamó fervorosamente el joven—. ¿Estás seguro de ello?

—Segurísimo, señor. El cambio sobrevino hace muy pocas horas, y el señor Losberne asegura que pasó el peligro.

El joven abrió inmediatamente la portezuela, saltó del carruaje y, asiendo por un brazo a Oliver, llevóle aparte y le preguntó:

—¿Pero es cierto lo que dices? ¿No habrá error por tu parte, hijo mío? ¡Por favor, no me engañes! —añadió con voz que la emoción hacía temblar—. ¡No me hagas concebir esperanzas que acaso no se realicen!

—Por todo el oro del mundo no haría yo eso, señor —replicó Oliver—. Puede usted creerme. Las palabras del doctor Losberne fueron que el Dios misericordioso y bueno nos la deja para que le bendigamos y demos gracias durante muchos años. Yo mismo las oí de sus labios.

Asomaron las lágrimas a los ojos de Oliver al recordar la escena que fuera el comienzo de tanta felicidad, y el joven caballero volvió la cabeza y permaneció silencioso durante algunos momentos. Más de una vez creyó Oliver que le oía sollozar, pero no quiso desviar el curso de sus pensamientos, que desde luego supuso el rumbo que llevaban, haciendo nuevas observaciones, y quedó callado, fingiendo prestar toda su atención al colosal ramillete que llevaba en las manos.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now