Capítulo XLIX

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Se encuentran al fin, Monks y Brownlow. Celebran una conferencia que es interrumpida


La noche comenzaba a enseñorearse de la tierra cuando el señor Brownlow, descendiendo de un coche frente a la puerta de su casa, llamaba suavemente. Abierta la puerta, saltó del coche un hombre robusto y tomó posiciones junto a la portezuela del carruaje, mientras otro hombre saltaba del pescante y se colocaba al otro lado. Obedeciendo una seña de Brownlow, entre los dos hombres mencionados sacaron del interior del coche a un tercero, a quien obligaron a entrar en la casa. Este tercero era Monks.

Sin hablar palabra subieron los cuatro hombres la escalera. Rompía la marcha Brownlow, quien no paró de andar hasta que entró en un cuarto del interior de la casa, adonde le siguieron los demás. En la puerta del cuarto en cuestión, Monks, que había llegado hasta allí con repugnancia perfectamente visible, se detuvo. Los dos hombres entre los cuales caminaba miraron al anciano caballero como pidiendo instrucciones.

—Sabe muy bien cuál es la alternativa —dijo Brownlow—. Si vacila, si se resiste, si mueve un dedo llevadle a la calle, llamad a la policía, y hacedle prender en mi nombre como criminal que es.

—¿Cómo se atreve usted a darme semejante nombre? —preguntó Monks.

—Y usted, joven, ¿cómo se ha atrevido a obligarme a ello? —replicó Brownlow, mirando con severidad a su interlocutor—. Su locura, ¿llega hasta el punto de desear salir de esta casa? ¡Soltadle!... ¡Vaya, señor mío! ¡Ya está usted en libertad! Puede usted irse, si ése es su deseo, como nosotros podemos seguirle: pero le prevengo, le juro por todo lo que hay de más sagrado, que tan pronto como pise la calle, haré que te prendan como ladrón y falsario. Estoy resuelto, y mis resoluciones son inquebrantables. Si usted se obstina en salir, no se queje de las consecuencias.

—¿Y con qué derecho se ha apoderado usted de mí en la calle y ha hecho que estos perros me traigan aquí secuestrado? —gritó Monks, paseando sus miradas desde el uno hasta el otro de los hombres que silenciosos, estaban a su lado.

—Con el mío propio —replicó Brownlow—. Estas personas han obedecido órdenes mías, y yo asumo toda la responsabilidad del acto. Si cree usted que al privarle de la libertad le he inferido un agravio, medios y ocasión tendrá para quejarse cuando salga de aquí, aunque creo que optará usted por callarse... Se lo repito: invoque usted la Ley... que a la Ley recurriré también yo en ese caso: pero cuando haya avanzado demasiado para retroceder, cuando el poder, que ahora está en mis manos, haya pasado a otras, no espere usted indulgencia de mí ni diga que soy yo quien le precipita a un abismo en cuyo fondo se habrá arrojado usted mismo.

Monks, desconcertado y visiblemente alarmado, titubeó.

—Preciso es que se decida pronto —repuso Brownlow, con calma y resolución—. Si prefiere que le persiga judicialmente, atrayendo sobre usted un castigo cuya sola idea me espanta, no seré yo quien le ponga obstáculos: abierto tiene el camino; si por el contrario apela usted a mi indulgencia e impetra la conmiseración de aquellos a quienes tan criminalmente ha perjudicado, siéntese, sin hablar palabra, en aquella silla. Hace dos días que le estaba esperando.

Monks murmuró algunas palabras ininteligibles, y continuó vacilando.

—¡Pronto! —insistió Brownlow—. Si deja que yo pronuncie una palabra, puede dar por perdidas las esperanzas de salvarse.

Aun entonces no se disiparon las vacilaciones de Monks.

—Poco inclinado soy por carácter y por temperamento a parlamentar —añadió Brownlow—; pero, cuando defiendo, como ocurre ahora, intereses ajenos, además de carecer de inclinación, carezco de derecho.

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