Prefacio.

1.5K 132 109
                                    

Las personas libres jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes vivimos encerrados.
El diario de Ana Frank.

Las personas que no leen son incapaces de entender cómo se siente vivir mil vidas.

Lo mejor de las novelas literarias es que puedes olvidar, aunque sea por un momento, lo miserable que es el mundo. Mientras luchas contra dragones gigantes, te bañas en lagos mágicos y eres la reina de un pequeño pueblo escondido, no importa si en verdad eres una miserable joven que trabaja en una librería, que tiene una vida amorosa inexistente y que a duras penas llega a fin de mes.

No importa.

Como les decía; las historias guardan magia. Te transportan a universos imaginarios en donde eres quien deseas ser y en donde sientes emociones que no se consiguen en la vida real.

Una de las consecuencias de esto es que, en cierto punto, tu mundo comienza a saberte a poco. Cuando los libros se cierran, regresar a tu cuerpo se te antoja deprimente.

No subestimes la fuerza de la literatura; si uno no se regula, puede volverse una adicción y un arma para evadir la realidad. Y eso es jodidamente peligroso.

Me llamo América, aunque mis conocidos me llaman Mer. Si prestaron atención a los párrafos anteriores sabrán que trabajo en una librería. Y sin necesidad de estar muy atentos, se habrán enterado también de que soy una fanática de la literatura.

No sé exactamente cuándo inició mi obsesión; tal vez, ese día de 2013 en el cual mi padre me trajo un libro que estaba en oferta. Creo que fue a partir de ese instante que la cantidad de libros en mi estantería aumentó a creces.

Y ahora trabajo rodeada de ellos.



—¿Hola? ¡Tierra llamando a América!

Distraerme mientras Abel me hablaba no fue una decisión muy prudente.

Abel es el dueño de la librería "La Esquina". Por consecuencia, mi jefe. Es un hombre bajo y rechoncho que usa unas gafas demasiado grandes para su rostro. A pesar de que no le gusta decir su edad, los cincuenta son notorios en sus rasgos y su forma de andar.

—Lo lamento.

Rueda los ojos y suelta un bufido tan cargado de estrés que me cuestiono hace cuánto me habrá estado hablando.

—Te estaba preguntando si puedes cerrar tú hoy. Tengo que ir a Albany para llevar a cabo unos trámites. Hace cinco días no dejan de llamar a mi casa para recordarme que debo hacerlos. Imbéciles insistentes. Ugh.

—Por supuesto —asiento, intentando no reírme.

A veces, Abel hace eso de dar información de más sin que nadie se la pida. Pero siempre lo escucho con atención porque no me molesta y, además, porque él es quien me paga —punto bastante importante—.

—Gracias, Mer.

Toma las llaves y se encamina a la puerta. Cuando me doy cuenta de un pequeño detalle, me apresuro a colocarme en su camino.

—Mh, Abel... Necesito las llaves para cerrar.

Me observa por unos segundos, perdido, hasta que su cerebro parece procesar por fin mis palabras y me coloca el llavero en la palma de la mano.

—No pierdo la cabeza porque la tengo pegada. Gracias, cariño.

Se va negando con la cabeza y me río por lo bajo para que, de oírme, no se sienta mal.

Sobre el amor y otros clichés (‹‹Serie Lennox 1››)Where stories live. Discover now