Capítulo 13 ;; Infancia agridulce.

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—¿Estás segura de que era una rata?

—¡Por supuesto!

La señora señala con espanto una de las estanterías. Al parecer, percibió un movimiento entre los libros y está convencida de que es una rata, así que no tengo más opción que resolver el problema, aunque no sea de mi agrado.

Suelto un suspiro.

—Está bien.

Muevo los libros con el palo de la escoba, pero no hay señales de ningún roedor.

—¿Qué sucede, cariño?

Abel aparece a mi lado, mirándome desde abajo, dado que estoy subida a una silla. Esboza una mueca y le dirige un vistazo a la aterrada mujer que no deja de emitir gimoteos.

—Dijo que ha visto un roedor en la estantería, pero no encuentro nada.

—¡Yo la vi! —insiste ella.

Y así es cómo me paso otra media hora buscando una rata. Abel es quien me salva de la tortura; se acerca a la señora y la toma de los hombros.

—Mire, creo que tendría que ir al oculista a revisar el aumento de sus lentes, porque en mi librería no hay roedores.

Ella, muy indignada, abre la boca y le da un golpe en el brazo con su bolso.

—¡Qué irrespetuoso! —se da la vuelta y sale del local contorneando las caderas.

Abel se frota la zona herida y voltea para mirarme con una mueca. No puedo evitar la carcajada que brota de mis labios, bajándome de un salto y dejando la escoba en su lugar mientras lo oigo murmurar acerca de lo loca que está la gente hoy en día.

La campanita de entrada suena, anunciando el ingreso de un cliente. Tanto Abel como yo nos damos vuelta de golpe; hoy no hemos recibido a casi nadie y ya estamos por cerrar.

—Tiene que ser una broma —susurro al verlos.

¿Qué demonios hacen ellos aquí?

Mi madre está aferrada al brazo de mi padre y, cuando nuestros ojos se hallan, avanza a paso decidido.

—América.

—Mamá. Papá —trago en seco. Abel aparece detrás de mí, supongo que para darme apoyo o para asegurarse de que ninguno vaya a explotar como una bomba de relojería.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos hemos visto, y veo que sigues parada en el mismo lugar —comenta mi madre.

Una presión me invade el pecho, porque sé que tiene razón. Sé que todo el mundo está avanzando, que el tiempo mismo lo hace y yo sigo estancada. Sin embargo, una cosa es que te lo digas tú misma, otra que te lo digan los demás, y es peor cuando te lo dice tu propia madre.

Como no le respondo, prosigue.

—África está enferma. Tiene gripe. Tu padre y yo saldremos a cenar, pero no queremos dejarla sola. Así que, como Asia está muy ocupada con la universidad, nos pareció que tú eras la mejor opción.

Y eso significa tener que ir a mi vieja casa. A la casa de mi infancia. En donde tantas cosas han sucedido. De donde me ocupé de correr lo más rápido que pude.

—Está bien. Estaré ahí a las 8.

Mientras se dan la vuelta y se van, no puedo evitar darme cuenta una vez más de que mis hermanas jamás dejarán de ser las favoritas. Porque, ¿dónde estuvieron ellos cuando yo tuve gripe? ¿O cuando creí que me echarían de mi departamento alquilado a patadas? ¿O cuando estuve un mes comiendo lo que encontraba porque el dinero no era suficiente? En ninguna de esas situaciones tendría que haber importado lo que hago para ganarme la vida o mi forma de ser. Ellos tendrían que haber estado ahí por el simple hecho de que soy su hija. Punto.

Sobre el amor y otros clichés (‹‹Serie Lennox 1››)Where stories live. Discover now