Touch

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Despedí a Normani y Dinah con más pesadumbre de la habitual. Había estado dos horas seguidas rehuyendo de la mirada juzgadora de Lauren, a sabiendas de que inevitablemente debería afrontarla. No podía huir de ella por más tiempo.  Me dejé caer en mi cama para empezar a contar los segundos que tardaría Lauren en aparecer. No había transcurrido ni un cuarto de minuto cuando sentí un peso hundiendo el lado contrario de la cama. Mi cerebro se transportó a aquellas tediosas tardes de estudio en mi habitación, donde llegaba a detestar a la morena por instantes con sus constantes reclamaciones a mi extraviada concentración. ¿Qué culpa tenía yo de que a Mendeléiev se le hubiese ocurrido organizar todas las sustancias químicas puras en una tabla? Si tan aburrido estaba hubiese aprendido un nuevo idioma o a tocar un instrumento. A mis diecisiete años prefería pasar la tarde en el patio trasero con el cachorro de pastor alemán negro que me había obsequiado Lauren para enseñarle algún truco, aunque ambos terminábamos rodando en el césped y con las reprimendas de mi madre de fondo.

- ¡Karla! – Me llamó por sobre los ladridos de Thunder.

- ¿Qué pasa?

- Aquí está Lauren. – La ojiverde se asomó por detrás del hombro de mi mamá y sonrió cuando me vio acostada en la grama, con el perro babeándome la cara.

- ¡Camz, tenían que esperar por mí! – Dijo antes de salir corriendo en nuestra dirección con la emoción de una párvula.

No había nada más doloroso que recordar esos días de felicidad teniendo el amargo conocimiento de que ella seguía perdida en una línea atemporal. Me quedé mirando absorta los detalles del techo como si fuesen una verdadera obra de arte, pero en realidad buscaba desesperadamente una distracción ante la presencia de la mayor. Estrujé mis manos en un acto nervioso que también venía cargado de mi poca resistencia al frío. Lauren apareció en mi campo de visión, asustándome lo necesario para dejar escapar un gritito de sorpresa que murió en mis cuerdas vocales cuando sus orbes iridiscentes colisionaron con los míos. El oxígeno comenzó a extinguirse lánguidamente en mi sistema respiratorio hasta convertirse en una pausada exhalación que se colaba por entre mis labios. Las pinceladas ocres que rodeaban sus pupilas titilaron en un torrente de preocupación. Me sentí fatal por corromper la belleza de esos fanales con mis decisiones. Se inclinó aún más sobre mí y quedó tan cerca de mi rostro que mi corazón se removió incómodo, quizás porque la temperatura descendía con su proximidad.

- No seas terca, Cabello. – Su voz me provocó una arritmia momentánea. Debería hacerme un chequeo para descartar cualquier problema cardíaco. – Vas a perder todo un año.

- Tú lo vales. – Me limité a contestar.

Se quedó en silencio por más tiempo del que me gustaría, dado el caso de que me estaba sometiendo a un escrutinio casi agobiante. Empezaba a asfixiarme con mi propia respiración mientras más segundos pasaban sin obtener una réplica de su parte. Sus dedos contornearon la línea de mi mandíbula y, por primera vez desde que era un espíritu, su toque no me congeló. Al contrario, parecía que habían vertido una caldera de hierro fundido en mis entrañas. Siguió el inocente recorrido hasta llegar a una de mis mejillas que apretó con cariño. Siempre habíamos mantenido una amistad de mucho contacto físico, no obstante, mi cuerpo nunca había reaccionado así. En realidad, estaba siendo muy hipócrita. Llegaron a mí los recuerdos de cuando Lauren me estaba enseñando a nadar en la piscina de su casa. Mi abdomen se contorsionaba cada vez que sus manos me tocaban para ayudarme a flotar o cuando me sostenía entre sus brazos si estábamos demasiado profundo y yo no alcanzaba el fondo de la alberca. En esa corta etapa de mi vida culpaba a las hormonas por esas reacciones físicas, pero lo curioso es que sólo me sucedía con Lauren. Meses después tuve mi primer beso con Austin Mahone, involucrándome en una especie de relación que caducó a los quince días. Esas dos semanas se caracterizaron por extensos monólogos dedicados a auto alabar sus capacidades artísticas y deportivas, el enojo de mi mejor amiga cada vez que él se apropiaba de mi boca en un espacio público y de mis deseos de reventarle la cara cuando lo hacía. Para Austin el hecho de ser mi novio le otorgaba total derecho sobre mi cuerpo, sin embargo, no podía estar más lejos de la realidad. El único beneficio que obtuve de ese fiasco sentimental fue la eliminación de las descargas eléctricas que me propiciaba el toque de la morena. Volví a experimentar esas confusas sensaciones unos años más tarde durante una fiesta universitaria cuando la mezcla de agave destilado y cebada fermentada se apoderaron de mi sistema nervioso. Sí, en la adolescencia no era fan de la Química, pero a mis veinte años era capaz de construirle con mis propias manos un altar a los químicos responsables de crear el alcohol.

𝓓𝓸𝓷'𝓽 𝓨𝓸𝓾 𝓡𝓮𝓶𝓮𝓶𝓫𝓮𝓻Where stories live. Discover now