Secret

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Guardar secretos no se me daba bien. Terminaba dando pistas involuntarias o se me dificultaba mantener una postura impertérrita cuando se me preguntaba algo al respecto. Pero ocultar lo que sentía por Lauren era un talento que había desarrollado muy bien a lo largo de nuestra amistad. Descubrí que me gustaba más allá de una confusa atracción hormonal. No me ponía nerviosa solamente con la visión de su trasero ajustado en unos leggins ni con su escote balanceándose justo frente a mi rostro. Otras situaciones hacían trabajar a mis glándulas sudoríparas el triple, como la primera vez que un chico rompió mi corazón. O eso creía. Estuve saliendo alrededor de tres meses con Michael Clifford, un chico punk de sonrisa bonita y grandes habilidades para tocar la guitarra. A la Camila de 18 años le parecía el típico adolescente rebelde por ese cabello teñido de rojo, sus botas de combate y el piercing en su ceja. Tal vez por eso ignoraba los consejos de mi mejor amiga de no entregarle todo de mí. Sabía que con “todo” se refería a mi virginidad. Ignoré sus desgastadas palabras una noche que todos bebimos demasiado y, después de bailarle sensualmente a mi entonces novio, la vi en una esquina con la lengua sumergida en la garganta de un desconocido. Algo dentro de mí se removió con una amargura atroz. En otras condiciones hubiese declinado la invitación de Mike de buscar una habitación vacía, me hubiese apartado cuando metió una mano bruscamente en mis bragas, no me hubiese quedado mirando al vacío mientras él gemía contra mi cuello. Pero la imagen de la morena siendo acariciada por otras manos me había dejado paralizada. ¿Cuáles habían sido las consecuencias de mi arrebato? Un mensaje de texto a la mañana siguiente para terminar una tórrida relación, al menos cinco llamadas perdidas de Lauren y un envoltorio abierto de un condón como recordatorio de la estupidez que había cometido. Antes de llegar a mi casa, la figura de la morena se mostraba en los escalones del porche. Estaba sentada bajo el imponente Sol de verano de Miami con una camiseta de Pink Floyd, unos jeans rasgados por la rodilla y las Vans sin acordonar. Se veía preciosa con ese atuendo informal. Levantó la cabeza al escuchar mis pasos.

- ¿Dónde mierda estabas, Camila? – Fue lo primero que salió de su boca.

- Y-yo

- Me ibas a matar de la angustia. – Me atrajo hacia ella con la fuerza que necesitaba para no derrumbarme. - ¿Qué pasó anoche?

Mi mente retrocedió unas siete horas atrás. El alcohol en mi torrente sanguíneo, el dolor en el pecho, mi cuerpo tendido sobre una cama, la espalda de Lauren chocando contra la pared mientras besaba a un chico… No contuve más las lágrimas que descendieron despacio por mis mejillas. Me sentía como una hoja de papel desechada en una esquina por una persona que había llegado a querer; si bien era cierto que mi estómago no reventaba en millones de crisálidas ni mis latidos se descompasaban con su llegada. Me gustaba muchísimo pero no al nivel de tenerme suspirando por él. Tal vez me había escudado en su presencia para alejar los deseos de no estrellarme en las sinuosas curvas de la pálida chica que me sostenía entre sus brazos sin conocer los cambios que producía en mi hipotálamo. No quería hablar porque presentía el “te lo dije” que escaparía de sus labios, sin embargo, después de intentar profanar mi silencio terminé contándole la verdad.

- Tranquila, cariño. – Secó mi rostro con sus pulgares en un movimiento sofocantemente lánguido.

- ¿No estás enojada? – Interrogué entre sollozos rotos.

- ¿Cómo voy a estarlo, cielo? – Ella solía ser cariñosa, pero ese exceso de amor le pasaría factura a mi reservorio sentimental. – No llores, Camz, o no sé que haré cuando vuelva a ver a ese idiota.

- No quiero que hagas nada. – Pedí asustada.

- ¿Cómo que no? Esto no puede quedarse así. – Sus facciones pasaron de la preocupación al enojo en una milésima de segundo.

𝓓𝓸𝓷'𝓽 𝓨𝓸𝓾 𝓡𝓮𝓶𝓮𝓶𝓫𝓮𝓻Where stories live. Discover now