El sol naciente dio sus primeros destellos abrasadores y a la vez, un gallo cacaraqueó para advertir el amanecer de un nuevo día. La noche había sido penosa, con un sueño cuestionable pues los ronquidos de Juan habían retumbado y ni siquiera la almohada logró amortiguarlos. Los ímpetus del doctor estaban por los suelos y pensó en nuevamente pedir que nadie le acompañase en las investigaciones aunque supiera que lo mandarían por un tubo. ¿No hacerle caso a alguien de su reputación? Qué insulto, su pobre ego nunca había sido tan golpeado. Se aseó y obligó a Juan para que lo hiciera, eran hombres nuevos, Ramón con su mejor traje azul marino con una corbata rojiza y exagerada, y Juan, era Juan, no había que pedirle peras al olmo, sin embargo, se había llevado una guayabera que le quedaba ajustada y un chalequito negro. El pobre preguntó que si a dónde apuntaba la chancla para ir a comer, a lo que Ramón contestó con una negativa, alegando que no había tiempo para eso. Poco le duró esa respuesta pues el hambre comenzó a aquejarlo, no había cenado la noche anterior y comido a medias durante el día.

Arrancaron para el centro y aparcaron cerca de una plazoleta donde había plantados arbolitos a manera de decoración. Hacía un frío casi invernal que era muy común en aquellas latitudes y la temporada del año se acercaba a la más helada. Las señoras vestían con sus chales, los niños y hombres con su mejor ropa dominguera ya que la iglesia más cercana estaba llamando a misa con las primeras campanadas. Juan pensó en ir a darle gracias a Dios por un día más, cosa que Ramón negó volviendo a poner la excusa del tiempo, así como hacerle la pregunta que si qué quería más, si rezar o desayunar, la respuesta era obvia.

Se acercaron al Mercado Hidalgo que se les había resistido y en esa ocasión no le dieron tregua y entraron. Por dentro, los puestos ya estaban levantados y el olor a comida se impregnaba en el aire, los pregoneros y merolicos plagaban la estancia y los primeros se perecían para que los transeúntes se detuvieran en sus puestos y los segundos, casi andaban vendiendo las lágrimas de la Virgen embotelladas pues según sus discursos, lo que vendían era milagroso. Unas charamuscas y las enchiladas, seguidas de un buen vaso de agua de limón, constituyó su dieta mañanera y quedaron más que satisfechos. Salieron dando tumbos con la barriga llena y bajaron las escaleras que daban a la calle, caminaron casi corriendo por la vereda de los árboles y llegaron al coche. Ramón no se aguantaba ni a sí mismo pues era una persona que la puntualidad tenía un significado casi místico y solo quedaban diez minutos para las ocho de la mañana. Juan le dijo que no se preocupara y arrancó como alma que perseguía el diablo, rogando a la Providencia que no hubiera tráfico para que su pasajero no comenzara con sus rabietas. Para su mala fortuna, así fue, una hilera de coches tocando el claxon cerca de la intersección para llegar a la calle Tepetapa, habían comenzado las obras municipales y un pedazo de la vía estaba desquebrajada, los trabajadores mandaban a los conductores de uno en uno haciendo una fila india. Juan sabía que ese era momento perfecto para prender la radio aunque su amigo se enojara. Y qué mejor canción para conmemorar el lugar donde estaban, la tierra donde la vida no valía nada, Caminos de Guanajuato de José Alfredo Jiménez, que claro, se sabía y no perdió la oportunidad para molestar a Ramón, pegó un grito como el de los mariachis al escuchar las trompetas, cuando comenzó la letra, su voz se emparejó con la del cantante:

"No vale nada la vida

La vida no vale nada

Comienza siempre llorando

Y así llorando se acaba..."

Ramón solo rió porque ya sabía que algo así pasaría y solo abrió la ventana para que la gran voz de Juan se distribuyera y la pudieran escuchar hasta los trabajadores de afuera. Así siguió el camino por unos quince minutos y llegaron tarde por segundo día consecutivo. Se estacionaron donde mismo y el chofer volvió a comprar las mismas frituras. Juan insistió en quedarse de guardia o ir a dar una vuelta para conocer la ciudad (aunque su sentido de la orientación en ciudades nuevas fuera pésimo), pero Ramón se lo impidió y le aconsejó que lo acompañara (cosa que se la pensó pues era miedoso y las momias le causarían pesadillas).

UN MISTERIO EN GUANAJUATOWhere stories live. Discover now