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El chillido de las sirenas de policía despertó hasta el de sueño más pesado en la cuadra y por todo el camino que recorrió. Como si fueran a dar herencia, la gente chismosa salió de sus casas a ver cómo la policía se montaba en la troca a los detenidos, que al cabo, la gente decía que mientras les pase a otros, es un buen espectáculo. Las ventanas se abrieron en todas las casas, familias completas se asomaron, hasta doña Valentina que estaba más puesta que un calcetín para al día siguiente, exagerar todo lo que vio con sus amigas o con los clientes.

Los azules, se posicionaron a manera de barricada en lo alto y bajo de la calle, colocándose cada uno detrás de las camionetas como si fueran a enfrentarse al criminal más peligroso de todo México. El capitán de la división hizo una seña con la mano para que esperaran y bajó de su coche que tenía la placa número setecientos setenta y siete. Tomó su metralla y se acercó en solitario al estacionamiento del museo donde esperaban los que serían los nuevos aspirantes a estar tras las rejas.

― ¿A quién le toca la madriza?―anunció el capitán cuya placa setecientos setenta y siete relucía como el sol.

―A éstos individuos―dijo Ernesto de manera fría.

― ¿Usted los capturó mi joven policía?―se agarró del fajo y se subió el pantalón, estaba casi tan gordo como Juan y le quedaban grandes sus prendas.

―Con la ayuda de mis amigos aquí presentes, el doctor Ramón―se dirigió a él, el cual, tenía agarradas ambas pistolas con firmeza y no le despegaba la vista a sus objetivos―. Juan y Eulalia, que fueron los que llamaron, y el gran detective.

― ¿Detective?―miró para todos lados y no vio a nadie más―. ¿Acaso no eran cuatro criminales?

―Ahí viene el cuarto―declaró Juan apuntando con su gordo dedo en dirección del panteón.

Todos voltearon con emoción. Bajo la brillante luz lunar, dos sombras se proyectaban. La forma era muy clara, caminaban uno a un lado del otro, el brazo izquierdo de uno de ellos estaba levantado y sostenía una pistola que apuntaba a la cabeza de la otra persona. Sus pasos eran muy lentos, como si uno de ellos tuviera dificultades para caminar. Así mismo, había una diferencia abismal entre las proporciones de cada uno de ellos. El de la pistola era vivaracho y hasta algo rellenito de carne. En cuanto al otro, una delgadez de miedo era distinguible.

Poco a poco se iban materializando los rostros de ambos personajes, pudiendo advertir un sombrero en uno, y una especie de chalina enrollada en el otro. No había duda alguna de quién se trataba, César Antonio Cardenal que estaba teniendo un bello y amistoso paseo con una mujer, Rosa Jiménez, vivita y coleando, sin nada apreciable que pudiera diferenciarla de sus anteriores encuentros, igual de huesuda que siempre. Era verdad, no estaba muerta y el detective había acertado en su paradero.

Cuando se acercaron al capitán, éste se le quedó mirando al hombre que tenía enfrente y profirió una calurosa exclamación de saludo.

― ¿Detective Cardenal?―preguntó el tres sietes.

―Capitán Bravo, creía que ya se había retirado―contestó sin modificar su expresión ni soltar la pistola.

Bravo no sabía cómo reaccionar y lo único que se le ocurrió fue intentar estrechar la mano libre del detective. Casi un pecado era eso, y se dio cuenta ya que solo lo miró con cara de: "¿No se acuerda?"

―Con todo respeto, capitán, sabe que no confío en nadie, y no le estrecho la mano a la gente porque por ahí me pueden mandar a rogarle a San Pedro que me deje entrar―rio de manera sarcástica y con la mano libre empujó bruscamente a Rosa―. Aquí tiene a la villana, a la cabecilla y a la jefa de la manada.

UN MISTERIO EN GUANAJUATOOnde histórias criam vida. Descubra agora