18

4 0 0
                                    

Todos se habían reunido donde Ramón había indicado y aún estaban atónitos de la decisión del detective de irse tan de sopetón. Así como la sorpresa de que se haya desprendido de su indumentaria tan distintiva, dejando atrás la oscuridad para renacer en una camisa blanca.

Especulaciones de lo que fue a hacer no se hicieron esperar, entre ellas, Inocencio dijo que quizá se había dado cuenta por fin del horror que acechaba el museo y decidió marcharse. Euquerio dijo que iba a traer evidencia falsa para dar veredicto de culpable a quién él quisiera, aunque no existiera ningún fundamento para hacerlo.

No fue hasta las seis de la tarde cuando sus dudas quedarían resueltas. Las tenues luces ya no iluminaban lo suficiente el pasillo y solo los últimos trazos de la luz solar les permitían ver.

Un golpazo y un forcejeo se escucharon afuera del lugar como si una pelea de cantina se hubiera desatado ahí y a alguien le hubieran dado una buena madriza. Gritos de arriero se oyeron, tal cual un redil de borregos se le hubieran escapado al pastor y quisiera reunirlos, posterior a eso, el portón se abrió gracias a una patada bastante potente, ¿Quién la había propinado? No podía ser otro más que el valeroso detective, el cual, no venía solo, traía consigo a un amiguito que se encontró en algún sitio, con su Magnum apuntaba a la cabeza de su acompañante que era un hombre con una panza casi tan grande como sus músculos, el último individuo que esperarían ver después de tan agotador día, ese era el maestro albañil que no parecía dejarse del todo a su captor, oponiendo resistencia que resultó débil ya que la ley del plomo era mucho más intimidante y sabía bien que le convenía obedecer.

―Haga lo que le digo o le vuelo la poca cabeza que tiene, aunque quizá le haría un gran favor―ordenó Cardenal quien no dejaba de apuntar y enterrar el cañón de la pistola por ahí cerquitas del occipucio.

El albañil le echó una mirada de soslayo cargada de malicia y caminó por el pasillo. Sus bototas manchadas de mezcla hacían un ruido seco al dar pasos. El tiempo pareció detenerse conforme avanzaban al grupo reunido al final del pasillo. Que no se dijera que los detectives no debían meter las manos al fuego por una buena causa.

―Inocencio, venga―Cardenal le hizo una seña con la mano que significaba aproximación―. Use su arma y apúntele a éste hombre―le ordenó con ese tono autoritario que no acepta objeciones.

La cara que se pintó bajo esas cejas canosas irradiaba un odio profundo, sus ojos pequeños y penetrantes parecían mandar un claro mensaje: ¡Váyase al carajo!

― ¿No lo hará?―lo confrontó.

El fornido policía no contestó y siguió en su posición con su fiel carabina bien agarrada.

―No será que... ¿Es su amigo?―preguntó con un tono de victoria muy remarcado como el de aquel que gana un debate.

― ¿Yo?―se bajó el gorro a la altura de los ojos y se aclaró la garganta―. Nunca lo había visto antes, solo en la obra.

― ¿Está seguro? Entonces no creo que tenga usted inconveniente en apuntarle, pues el misterio está resuelto. Ayúdeme a apresar a este hombre.

Inocencio, aún dubitativo y sin emitir sonido alguno, se dirigió con el detective y apuntó al albañil en el cuello.

―Gracias amigo―agradeció y se llevó las manos atrás. Caminando cual marcha, se arrimó a Ernesto para susurrarle al oído―. Esté alerta―dijo y el joven guardia asintió―. Como yo dije―alzó la voz―. He resuelto el misterio... ¡Y ninguna momia forma parte de él!―se paró a la mitad del pasillo y con su porte declamatorio de conferencista miró a su público y luego añadió―. Si dudaban de mí, solo quiero que recuerden: ¡Si se rehúsan a ser derrotados, el camino de la victoria se muestra ante ustedes! Y yo nunca me rindo. Explicaré lo sucedido con lujo de los más importantes detalles.

UN MISTERIO EN GUANAJUATOWhere stories live. Discover now