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―Pase, Inocencio―dijo César que se había instalado en el cubículo. Encendió otro puro y el humo llenó la habitación. César suspiró y se sentó en el escritorio con las piernas cruzadas.

El musculoso y experimentado policía entró con una velocidad digna de cualquier tortuga, su postura era defensiva con su carabina agarrada con ambas manos, señal que fue detectada al instante por el detective. César sacó la cajetilla de cigarros y le ofreció.

― ¿Gusta un Chesterfield?―le extendió la cajetilla. El otro solo lo miró y sonrió, un tanto desconfiado tomó uno.

―Muchas gracias―y con el agradecimiento, venía acompañado de un encendedor por parte del complaciente anfitrión.

―Creo que ya comprende el por qué está usted aquí.

―Lo comprendo. Lo que no puedo entender es la verdadera necesidad de hacerlo―sus cejas se arquearon.

―Muy simple, caso que se tiene que resolver y éste es mi método―puso una enorme sonrisa―. Me sería más sencillo si usted colaborara.

―A sus órdenes entonces―bufó.

―Nombre, ocupación y domicilio por favor.

―No veo la razón de necesitarlo―dijo algo indignado.

―Puede prescindir de decírmelos, está en sus derechos, pero más sencillo me pone usted el asunto al resistirse, ¿Qué oculta?

―Mi nombre es Inocencio González, policía municipal y de aquí a tres años que soy guardia de seguridad del museo, mi domicilio es la calle Zinc número quince.

―Qué fácil es colaborar. Quiero que me cuente lo acontecido en la primera noche de los incidentes "paranormales"―lo enfatizó en comillas expresivas.

―Insisto en que es inútil llevar a cabo esta investigación, pero con gusto se lo contaré.

―Si es inútil nos daremos cuenta tarde o temprano, si un muertito fue el culpable yo seré el primero en salir corriendo de aquí. Proceda.

―En la noche de ese día, Ernesto y yo hacíamos nuestra guardia convencional, nuestra labor de proteger a los investigadores.

―Pff―apagó el restante del puro y se cruzó de brazos con una sonrisa―. Antes los hacían más buenos―aquello no sentó nada bien a Inocencio que comenzó a rabiar y tallar los dientes―. Dígame, ¿recuerda la hora exacta de eso?

―No―respondió de manera glacial―. Me disgusta ser preso de los horarios, por lo que nunca cargo un reloj conmigo.

―Pero bien que sabe a qué horas toca salir―tiró un golpe a ciegas sin saber muy bien si funcionaría.

―Que sepa que yo suelo pernoctar en el museo.

―Está bien, está bien, seguro que ni en su casa lo han de querer. Prosiga con su relato.

La rabia en el corpulento guardia ya estaba casi por desbordarse tal cual como el Vesubio en el setenta y nueve después de Cristo.

―Charlábamos sobre temas banales cuando poco tiempo después Juan salió indignado de éste cubículo alegando que lo habían corrido.

―Pobre hombre, ¿se reunió con ustedes?

―Sí.

― ¿Estaban solo ustedes tres en ese momento?

UN MISTERIO EN GUANAJUATODonde viven las historias. Descúbrelo ahora