― ¿Aun está dudoso?―preguntó Juan algo preocupado por el mutismo repentino de su patrón. No le contestó―. Diga algo, me apura.

― ¿Y no cree que también estoy apurado?―abrió la ventanilla del coche y se enjugó los labios.

―Lo sé señor. Voy a matar la preocupación con unas frituras, ¿no quiere usted?―iban llegando al museo y se detuvo en la tiendita.

―Esta ocasión me apetece probarlas. Tráigame unas.

Y con la sorpresa de que accediera, bajó, dejando a su pasajero pensativo y en completo silencio.

―Buenos días, doña Valentina―saludó a la dependiente de la tienda como si la conociera de toda la vida.

― ¿Qué tal Juan? ¿Lo de siempre?

―Sí, solo que añádale unas segundas papas para el doctorcito.

―Ándele pues―tomó los paquetes y un refresquito de la nevera y se los entregó―. Oiga, no es por ser indiscreta, pero, ¿Qué tanto escándalo traían ayer ahí enfrente?

―Ay señora, que Dios nos agarre confesados, si hicimos algo malo, lo estamos pagando con tremendo susto―se persignó con rapidez―. ¿No supo que las momias se despertaron para asustarnos?

―Bendito Dios, yo siempre le he tenido miedo a esos pellejos, ¿de verdad se levantaron o nomás me está vacilando?

―Tan verdad como cuando mi sacrosanta madre me dijo que no trabajara con el doctorcito. Sustote que nos sacó, yo la vi. Es más, por ésta le juro que una méndiga momia se salió y regresó por su cuenta.

― ¿Y los guardias para qué están?―exclamó indignada.

―Están igual que lloviznando, miedosos y con mala suerte.

―Nombre, salados que están, y aparte, un friego de gente irresponsable que trabaja ahí.

― ¿Disculpe?

―No me diga que no ha visto disque trabajar a los albañiles. Nomás pura caguama y vagancia se la han pasado, ya casi se acaban la existencia de cervezas de la tienda.

―No me diga―alargó el tono imitando a Cantinflas de nuevo.

―Sí le digo. Y más ese maestro albañil que en puras vueltas rumbo al panteón se la ha vivido desde ayer.

―Los voy a acusar con el maestrucho ese y los va a poner como Dios puso al perico, que al cabo, es igual que mi patrón de amargado.

―Ojalá, y lo tienen bien merecido.

― ¿Cuánto le debo, doña?

―Ocho pesotes.

―Ahí le van, y gracias―le dio el dinero y se despidió.

―Mis amigos me dijeron: ya no riegues esa flor. Esa flor ya no retoña, tiene muerto el corazón―iba cantando una canción de Pedro Infante y subió al coche, solo para darse cuenta que el doctor ya no estaba―. ¿Otra vez ya se me peló Baltazar? ¡Doña Vale! Ahí me cuida el carro, por favor, que ya se me fue el jefe―avisó y vio a su patrón detrás de uno de los árboles de enfrente como si se estuviera escondiendo.

― ¿Qué anda haciendo?

―Cállese Juan, y agáchese, estoy seguro que vi llegar a Euquerio con su esposa. Los perdí de vista. Maldita sea.

UN MISTERIO EN GUANAJUATOWhere stories live. Discover now