―Juan, confío en que hoy estemos protegidos, ojalá y el detective haya accedido a la proposición―dijo Ramón que se alisaba el traje y tomaba las gafas que había puesto en la guantera.

―Como diría Pedro Infante: Dios nunca muere, y en él está que todo salga bien―el hombre detuvo el carro y suspiró, después se persignó. Bajaron y miraron al museo.

―Le noto nervioso, amigo.

―Lo estoy, patrón, éste lugar me trae ya bien azorado, hasta acá siento el dolor que esa maldita casa de la locura ha absorbido por tanta energía negativa.

―No se preocupe, le prometo que si hoy no se resuelve nada o sucede alguna otra cosa, nos vamos de aquí, mi tesis puede esperar.

―Señor, pero...

―Ningún pero, tomé una decisión y es lo mejor.

―Gracias señor.

―No, gracias a usted por ser mi compañía, me ha hecho cambiar muchos paradigmas estar pasando tanto tiempo con usted.

Se acercaron esperando que Euquerio brillara por su ausencia y que debiera de estar rindiendo luto a su mujer, o si sobrevivió, cuidando de ella. No tuvieron esa suerte. El profesor estaba más puesto que un calcetín en la entrada, portando su traje oscuro más elegante y en su hombro, un triste moño negro estaba amarrado, en su rostro aún estaban las finas líneas rojas que le dejó el ataque con la momia.

― ¿Señor?―Ramón pasó saliva―. Entonces, ¿fue un hecho?

―Así es―dijo con desdén mirando a otro lado―. No resistió, la impresión fue tan grande que su muerte ya estaba escrita y dictada.

―Lo...

―No se disculpe, mi buen señor, hizo todo lo que pudo y le estoy en deuda eterna, intentó algo que ya era imposible.

―Señor, debe de ir a su casa a descansar―propuso Juan.

―El deber llama y mi mujer tuvo ya el destino que me dijo que quería tener, así que ahora, está conmigo―del bolsillo del traje sacó una cajita con lo que presumiblemente eran las cenizas de su mujer―. No hay motivo para que no cumpla con mi palabra y no acepto objeción. Acompáñenme, pues.

Se miraron el uno al otro dubitativos y lo siguieron. Al mirar al par de guardias, había una expresión seria en Inocencio y una de ambivalencia total en Ernesto, como si no estuviera seguro que lo que fuera a suceder, o incluso, sentir que lo que hizo era una traición.

―Bueno, como siempre, usted dispone doctor, ¿Qué momia estudiará el día de hoy?

―Se estudiará un misterio―una extraña voz interrumpió, dejando detrás de él una ráfaga de viento, ya que dejó las puertas del museo abiertas. Entró lentamente con las manos en los bolsillos de su largo traje.

― ¿Disculpe usted? ¿Quién es? Hoy es domingo y está cerrado al público―preguntó indignado el profesor.

El aludido era un hombre con un cabello entrecano, así como de largas patillas, líneas marcadas a un lado de la boca que denotaban una avanzada edad, ojos agresivos y penetrantes de un color verdoso, ceja un tanto parecida a una línea, nariz puntiaguda y boca fina. Su porte conservaba la mayor elegancia de cualquier hombre pudiente, vestía una gabardina larga a ras de suelo, de un color azabache como las noches más oscuras, en la solapa un lindo clavel figuraba como decoración, un sombrerito tipo bombín con una línea verde de tela traslúcida y una larga pluma resaltaba del mismo. En uno de sus bolsillos del pecho llevaba una cajetilla de cigarros Chesterfield y en sus manos, un puro habano que venía soltando un olor a tabaco muy pronunciado.

―Me presentaré―caló el puro y lo agitó. Su voz era muy gruesa pero ya casi anciana―. Soy César Antonio Cardenal, detective privado, ¿quiere mi tarjeta o lo dejamos así?―soltó una risilla burlona.

― ¿Y qué hace un detective privado aquí? Si se puede saber, claro está.

― ¿Pues a qué más podría venir un detective privado si no es a resolver un caso? No creo que haya venido a verlo a usted―pasó entre todos los que lo observaban. Ni siquiera saludó a Ernesto, el cual, miraba con aire triunfante y el hombre comenzó a dar un paseo por el museo, en especial por el pasadizo de la entrada, pues apenas llegó y algo le había resultado interesante.

― ¿Qué significa esta grosería?―el profesor se desbordó de ira.

―Señor Euquerio―habló Ramón―. Creímos que todo lo ocurrido había alcanzado un límite, al igual que nuestra cordura, por lo que acudimos a un profesional.

―Aquí no hay nada qué investigar, ¿me oyen?―miró al detective―. Le pido de favor que deje lo que está haciendo y regrese por donde vino. O tendré qué llamar a las autoridades.

―Yo soy la autoridad aquí si aún no se ha dado cuenta. Además, no vine de en balde, esas cuatro horas en carretera estuvieron mortales, a mis cincuenta y cuatro años, las polainas ya no aguantan estar tanto rato sentadas, así que sean pacientes conmigo―se levantó de su posición en cuclillas pero metiendo las manos a su gabardina―. Tranquilo amigo, baje su arma que yo también tengo la mía, ¿le gusta? Mi linda chiquilla, una Magnum de cañón recortado―presintió que algo así sucedería, la carabina de Inocencio le apuntaba, la Magnum de César apuntaba al guardia.

―Déjelo Inocencio―ahora fue Ernesto el que contribuyó a la melodramática escena dudando por un momento si también apuntar.

―Ah, fue usted―Euquerio alargó el tono―. Esto tendrá repercusiones, no me cabe duda.

― ¡Ernesto! Venga conmigo―gritó el detective―. Y pobre del que se le ocurra pasarse de listo porque ando buscando un culpable, y qué conveniente sería que alguien se ponga como voluntario.

UN MISTERIO EN GUANAJUATOWhere stories live. Discover now