Capítulo 1

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KAMI

Siete años después...

Nada más abrir los ojos aquella mañana de 1 de septiembre, noté un cosquilleo extraño en el estómago, una sensación que quería hacerme creer que las cosas, a lo mejor, podían llegar a ser diferentes ese año. No es que tuviese especiales ganas de empezar mi último curso en el instituto, pero sí deseaba volver a la rutina. Haberme pasado el último mes de veraneo con mis padres y mi hermano pequeño había terminado por agotar mi paciencia. ¿Por qué nuestros padres insistían en querer compartir un mes de playa cuando apenas se soportaban?

Estaba segurísima de que no era mi madre la que seguía insistiendo en compartir las vacaciones. Sabía casi al cien por cien que era cosa de mi padre, Roger Hamilton, quien todavía insistía en creer que nuestra familia no estaba rota por completo.

Y yo no iba a pincharle la burbuja... No de nuevo, al menos.

Aquel pensamiento me hizo bajar la mirada hacia mi muñeca casi de forma automática. Mis ojos, como acostumbraban a hacer más de una vez al día desde hacía años, se centraron en aquella cicatriz que adornaba mi piel: un triángulo perfecto se distinguía de un color más claro al resto de mi piel, ligeramente bronceada por el sol. Aún podía recordar lo mucho que me había dolido hacerlo y, a pesar de los años transcurridos, cada vez que la miraba un pinchazo de dolor me atravesaba el pecho, un dolor que no era solo físico. ¿Cómo podía cambiar todo de repente? ¿Cómo podíamos pasar de ser simples niños inocentes a niños cuya infancia se ve marcada para siempre?

Borré de mi mente la imagen que se materializó frente a mis ojos y me ordené a mí misma no volver a deprimirme por algo que había pasado hacía ya tanto tiempo.

Me bajé de la cama y me metí en el cuarto de baño que había en mi habitación. Todo estaba impecable, nada estaba fuera de lugar. A veces me molestaba tanto regresar a casa y ver que nada estaba donde yo lo había dejado que las ganas de gritar y mandarlo todo a la mierda casi podían con mi personalidad callada, sumisa y perfecta que siempre le dejaba ver a todo el mundo. Si alguien supiese cómo era yo en realidad...

Me lavé la cara y los dientes y me cepillé el pelo con lentitud, observando mi rostro y los rasgos que me definían. No me disgustaba mi aspecto, pero me hubiese gustado no parecerme tanto a mi madre. Había heredado el mismo pelo rubio, un poco ondulado en mi caso, y los mismos hoyuelos en las mejillas. Mis ojos, al menos, no eran como los de ella, de un celeste impecable, sino que eran marrones como los de mi padre, con espesas y largas pestañas. Había tenido la suerte de solo tener que llevar bráquets durante un año, por lo que mis dientes estaban perfectamente alineados desde que había entrado en secundaria. Aunque, claro, tenía complejos igual que todos, complejos que además mi madre no se cortaba un pelo en hacerme notar. Por ejemplo, al cumplir los quince empecé a tener acné... Era lo normal en chicas de esa edad, incluso amigas mías a día de hoy siguen enfrentándose a ello en su cotidianidad. Obviamente había odiado esos puntos rojos que sin sentido habían parecido acoplarse a mi barbilla o a mi frente, pero mi madre había hecho de ello un mundo. Me hizo acudir a cinco dermatólogos, cambiar mi dieta casi por completo y someterme a un tratamiento que le costó una fortuna.

Dos años después tenía la piel como un melocotón... y aun así, seguía maquillándome para ir al instituto, no fuese a enseñarle al mundo mis ojeras o algunas de mis pecas. Kamila Hamilton siempre tenía que estar perfecta, al igual que su madre, que era la reina de hielo, alta, rubia, extremadamente delgada y elegante, obsesionada por su aspecto. Siempre manteniendo la calma delante de las personas. Nunca la había visto perder la compostura... Bueno, solo aquella vez, aquella maldita vez en la que la curiosidad que tenía de pequeña lo cambió todo.

Junto al tocador que estaba al lado de mi armario había un maniquí con un vestido suelto de color azul marino. Me encantaba, era sencillo y demasiado caro, como todas las prendas que invadían mi armario. Me hubiese gustado estrenarlo para ir a cenar o acudir a una fiesta, no para el primer día de instituto. Pero así era mi madre: las cosas que me compraba ella venían acompañadas de alguna cláusula externa, como por ejemplo ser ella quien decidía cuándo debía ponérmelo. No había nada que yo pudiese hacer para cambiarla: tenía que mantener las apariencias por encima de todo y yo simplemente estaba demasiado cansada para luchar contra mi madre.

DÍMELO BAJITODonde viven las historias. Descúbrelo ahora