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Como un pájaro de mal agüero a los ojos de Reys, un halcón con algo en las garras se coló por la ventana. Intentar perseguirlo para echarlo se le antojaba imposible o más, así que se limitó a observar al invasor de la casa que había construido con sus propias manos. Su mujer sonrió, con una calidez a la que Reys estaba acostumbrado, pero a la que siempre sucumbía: era imposible sentirse alterado tras una sonrisa de Shae.

—No te apures, hombre, los halcones siempre son portadores de buenas noticias —dijo Shae al cabo de un rato.

—Si lo decís es imposible albergar duda alguna, pero lo desconocido no deja de infundir cierto respeto—contestó Reys.

—Bien que conocéis los halcones, no sé por qué tratarlos como desconocidos —añadió aquella señora esbelta y morena, de piel blanca y ojos oscuros.

—Pues claro, mujer. Lo llamaré Señor Luca —dijo socarrón con su voz grave y bonachona tras unas barbas castañas trenzadas, con diminutas cuentas de hueso labradas aquí y allá.

—Me gusta —sonrió mientras se echaba al cuadril el lechón que se había escapado en busca de aventura, justo debajo de una toca de lana verde que le cubría las mangas del vestido.

—¿No le hará nada a Ila? —se preguntó el marido en voz alta.

—Claro que sí —se escuchó a Shae mientras se acercaba al cerco de los cerdos—, protegerla.

Reys soltó el haz de leña sin apartar la vista de la ventaba, donde el halcón se comía su presa, tranquilo, se recolocó el corazón de plata que su mujer le había regalado y lo miró.

—Te has traído la comida al trabajo —le dijo el aldeano al ave rapaz—, a ver si luego lo recoges todo y lo dejas como estaba.

El pequeño halcón peregrino describió un círculo con la cabeza en el sentido contrario a las agujas del reloj como respuesta.

—Luca, Luca, Luca, háblame en mi idioma, como la Diosa Madre manda —dicho lo cual, entró en casa para echarle un vistazo al capazo donde descansaba su hija. Conforme Shae se acercó a la casa, el ave rapaz abrió las alas y las batió, como si de un saludo se tratara. La mujer estiró el brazo y le acercó la mano, el halcón dio un saltito y se subió en el antebrazo, encima de la toca de lana.

—Gracias, Ïndar —y, acto seguido, el halcón peregrino regresó con su maestro.

El día cuarenta y cinco después de la despedida de Rodo, la Octoba al completo se presentó en casa de Shae y Reys portando dieciséis objetos, todos ellos de la casa de Rodo, pero solo ocho eran personales. Niva dispuso los objetos a los pies de Ila de dos en dos.

—Ïndar, esto no es necesario, de verdad, compartimos el honor recibido y... —pero Shae no pudo terminar, Niva le indicó que todo debía transcurrir en silencio llevándose el índice a los labios.

Una tanda tras otra, Niva fue postrando los objetos emparejados a los pies de Ila y, una tanda tras otra, Ila acababa derribando al suelo alguno de ellos con pequeñas patadas aparentemente azarosas. Cuando terminó el rito, la Octoba, con Ïndar y Niva a la cabeza, abandonaron la casa de los Campos y Tovar, ese hogar tan apetecible que olía profundamente a flores.

Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now