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Una mañana primaveral atípica, un saludo al sol con el alma partida en dos. Así despertó Cafister.

Por un lado, el sol resplandecía como un adolescente enamorado. Aquella mañana había amanecido, como tantas otras, entre cantos de pájaros y nubes esponjosas como algodón de azúcar. El arrullo de las aguas cristalinas del arroyo Duerme invitaba a la alegría a su paso por Cafister. Varios colibrís descarriados revoloteaban dejando brillar sus pechos tornasolados, entre azul y verde, mientras se regocijaban entre las tupidas alfombras de flores colgantes, aún frescas. Samu no dejaba de cepillar su preciosa yegua torda, Tori, a la que le brillaba tanto el pelo que parecía metal. Absorto en sus pensamientos, seguía dibujando la silueta de Tori a cada pasada, como uno de esos juguetes de cuerda que repetían sus movimientos hasta que se le agotaba el fuelle. Dalo, ataviado como una mujer, se afanaba en llenar los bolsillos de su vestido de las nueces y avellanas que había acumulado durante el otoño la señora Veva, sin su consentimiento, por supuesto. Trazos firmes y profesionales en tono añil daba Cora a sus vasijas de barro azul antes de cocerlas que, con el calor, se tornaban verdes brillantes como las más salvajes y bellas piedras de esmeralda veteadas. Shim, la peluquera, se afanaba en moler las hojas secas de lawsonia que servían para tatuar las manos de las Sumas, las sanadoras o las Susurradoras. Mientras, la brisa se encaprichaba por traer olores en, forma de recuerdos de lejanas montañas, fragancias de flores silvestres, de hierbas aromáticas, de animales del bosque desconocidos. Era una mañana con cara de Cafister en primavera.

Sin embargo, esa mañana no tenía nada de común. Silenciosa, sí. Pero no hubo Fiesta del Fuego la noche anterior. No hubo resaca de alcohol ni malestar por exceso de cena. Ni despertarse al lado de un desconocido mientras tu vecino te ronca la oreja o tu perro te lame un pie, buscando restos de comida que se te cayeron en el zapato. Ni haber olvidado bailar como locos sin miedo al qué dirán, partiéndole la cara a la vergüenza tras media docena de cervezas. O cómo la Noche que todo se comparte solo había espacio para la diversión y la risa, y se dejaban a un lado viejas rencillas, riñas y disputas, como si la Noche del Fuego fuera terreno sagrado. Pero, a pesar del silencio de sus habitantes, sus pensamientos casi se podían oír martilleando el imaginario común.

Durante toda la noche, los Caballeros de la Orden del Fuego velaron el cuerpo de Reys, bajo el Círculo de la Veneración; Ïndar y Niva habían estado con él hasta que exhaló su último aliento. La ladrona de almas ni se atrevió a acercarse. El hijo de Once, nacido madera, era el elegido desde la cuna para recibir el Honor, así que se acurrucó a los pies de Reys, como mandaba el rito para las muertes repentinas. Niva le besó la frente. Entonces, Ïndar, recostada al lado de Reys, le susurró las palabras perdidas, se levantó y salió del círculo. El vínculo estaba sellado.

Niva observaba la flecha que le había extraído del corazón a Reys, pensativo, dándole vueltas a la varilla y paseando sus dedos entre las plumas blancas con las puntas negras.

⎯Ïstar, debemos prepararnos para lo peor ⎯confesó Niva.

⎯Los nobles no se atreverán a entrar en Cafister mientras esté la Orden del Fuego.

⎯No es a la nobleza a quien debemos temer ⎯contestó casi susurrando el BesaSueños.

⎯¿Qué otro enemigo podría tener una aldea humilde y trabajadora? ⎯se interesó Ïstar.

Niva alzó la flecha para que Ïstar la observara.

⎯Plumas de docay, ave cuyas plumas se tornan venenosas al contacto con la sangre ⎯ afirmó la Susurradora de Difuntos.

⎯Y que solo son usadas por la Guardia Real...

Susurradora de difuntosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora