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Pasó el dedo meñique solo rozando el pergamino, el carbón se difuminó y los trazos dejaron de ser nítidos para convertirse en sombras. Siguió paseando el meñique, alternando trazo con difuminado. Quería tener una imagen de su niña antes de que se la llevaran al Castillo, antes de que el olvido emborronara en su cabeza los preciosos ojos negros de Ila, como ella hacía con el carbón, antes de que la negrura del tiempo borrase la imagen de aquella preciosa niña de sus recuerdos y solo el corazón latiera su existencia. Ya habían pasado ocho meses desde que Rodo se fue y la pequeña ya no se alimentaba de leche materna.

Cuando terminó el retrato de su hija tomó conciencia de la realidad por primera vez y suspiró: Ila ya no formaría parte de su vida.

Reys observó el dibujo, fiel a la realidad, como dos gotas de agua y sintió orgullo de las habilidades de su mujer.

⎯Shae Campos, eres increíble.

⎯Reys Tovar, tú también ⎯sonrió mientras iba por los arreglos de costura.

Shae hilaba fino, tan fino que parecía hilo de araña. Sus dedos, hábiles y rápidos, se afanaban en la tarea de forma mecánica mientras tarareaba la Canción Prohibida.

—Mujer, no deberías cantar eso.

—Querido esposo, no canto.

—Ni tararearla tampoco.

—En las Escrituras no se prohíbe tararear.

—Por si acaso.

—Soy mujer, Reys, no lo olvides.

—Pero no eres Susurradora de Difuntos, ni Suma Sacerdotisa, querida esposa. No puedes... No debes.

—No solo las Susurradoras de Difuntos o las Sumas Sacerdotisas pueden cantarla... Shanlal Shalom... —se atrevió a cantar.

—Mujer, solo la Summa podría... Bah, haz lo que quieras. Siempre haces lo que quieres. Pero hazlo sola, debo cerrar el ciclo.

Reys se acercó mirándola, Shae sonreía con ternura dibujando una pequeña barca con su sonrisa, donde a Reys nunca le importaba perderse navegando.

—Seray laram, sheredam halayes somni...

Se inclinó y besó a Shae en la frente mientras ella seguía tarareando. Separó la cara, sonrío como ella, y la calló con un beso.

—Regresaré antes del anochecer —se escuchó decir al hombre antes de cerrar la puerta.

Reys se adentró de nuevo en Milramas, la temperatura refrescaba considerablemente en un bosque cuajado de árboles que apenas dejaban penetrar los rayos solares. Iba pensando en su pequeña, en cómo la echaría de menos. Su adorable Ila... Un agradable olor a musgo fresco le invadió. Frondosos helechos colmados de gotas de rocío salpicaban el terreno. Rocas blancas romas por el paso del tiempo surgían de aquí y de allí cuajadas de musgo y líquenes, contrastando con la tierra húmeda casi negra. El sonido del agua cayendo por riachuelos y cascadas acompañaba, lejano, el ascenso de Reys a la cima del bosque. Era un precioso bosque, mágico a los ojos del señor Tovar. En él crecían multitud de hierbas que la señora Campos usaba para hacer ungüentos, tisanas o pociones de rescate, como ella llamaba al licor hecho de alguna planta medicinal.

El trébol rojo lo usaba para aliviar los sudores nocturnos de las señoras mayores. Las hojas del brocal, una especie única de manzano con hojas en forma de triskel, fortalecía la energía vital tanto de humanos como de animales. El hipérico para devolver la sonrisa a las personas apáticas y curar heridas, debidamente resguardadas del sol. Especial atención mostraban todos ante la Hierba Morada y Oro, que potenciaba las facultades mentales en pocos minutos. La melisa mezclada con tila servía para tranquilizar estados de ánimo alterados y para dormir mejor. La corteza de amelino, un precioso árbol de tronco pulido y sinuoso que se enroscaba sobre sí mismo, era usada para embellecer la piel. Las semillas de amapola para la tos y para aliviar huesos rotos. La raíz de maca para despertarse en días de cansancio. Y, la reina de todas las hierbas, el amarando, que despertaba el lado más cariñoso de las personas, era usado para equilibrar de amor y amistad las mentes más bélicas.

Cuando de nuevo estuvo delante de Keanu, volvió a arrodillarse y apoyó su mejilla en el tronco, como queriendo escucharle el corazón.

⎯Te doy las gracias por existir ⎯dijo mientras tocaba la hendidura que le había hecho con el hacha para marcarlo días antes.

Reys lo acarició. El respeto que un nacido Madera profesaba por los árboles solo lo entendía la Diosa Madre, admiración y amor por todos, en especial aquellos que eran sacrificados por el bien común. Levantó el hacha y soltó un nuevo golpe; luego, en la hendidura, apoyó la sierra y comenzó a talar a Keanu. Movimientos secos y limpios de gran destreza que acabaron pronto el trabajo, con el mínimo daño en el proceso y la máxima rapidez. Una vez en el suelo, Reys descansó. Sacó un botijo de barro y sació su sed, inmediatamente continuó su trabajo. «Nunca te sientes a la sombra sudado, enfermarás», recordaba las palabras de su mujer. El tronco fue reducido a pedazos desiguales con la longitud exacta para lo que había sido destinado. No se desperdiciaba lo más mínimo. Hasta las virutas y astillas tenían su función. Cuando hubo terminado ató el fragmento más grande con unas sábanas viejas que previamente había mojado para mejorar su resistencia. El otro extremo lo apoyó en una plataforma con ruedas y colocó las gruesas tiras de tejido sobre su percio, una pieza de cuero que le ocupaba todo el pecho y los hombros, y comenzó a tirar de la carga. Dos enormes palancas llegaban hasta sus manos para poder frenar ya que, al ser cuesta abajo, algunas veces el propio peso de la carga podía descontrolar la caminata.

Cuando por fin llegó, un silencio sepulcral hizo sospechar a Reys que algo estaba ocurriendo. Soltó la carga y se deshizo de las ataduras. Observó, escuchó y empezó a ponerse nervioso. Entró en su casa buscando a su esposa, que debía estar esperándole ya que era la hora de cenar. En su lugar, solo encontró la alacena, donde Shae guardaba sus remedios, vacía y ni rastro de su mujer.

⎯¡Shae! ¡mujer, contesta! ⎯y las palabras se perdieron en la oscuridad de la noche.

Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now