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Dicen que la casualidad no existe, y que en su lugar la causalidad mueve los hilos del azar. Nadie hubiera creído en el destino con tanta intensidad si, la causalidad, caprichosa, no sucumbiera de vez en cuando a los encantos del caos.

Shae aún movía la cuchara dentro de la infusión mucho después de que la miel se hubiera deshecho. Si el rey no era el rey... ¿Quién demonios era el rey Iskar? La tisana había adoptado un color bronce que emitía destellos dorados a la luz del fuego de la chimenea. Absorta en sus pensamientos no pudo observar cómo la noche se cernía sobre la torre, dejando que una hermosa luna llena brillara sobre ella, como una bola de helado sobre un cucurucho. La tristeza le invadía como un ejército se apodera de un pequeño pueblo de aldeanos desarmados. Se acordaba de su preciosa Ila, a la que no podría ver hasta que casi fuera adulta, se preguntaba por su marido, ese ser aparentemente tosco que, en realidad, era el más bondadoso de todos los hombres, honesto y noble...

Se levantó como un mecanismo de resorte saca un payaso de su caja, tenía un presentimiento, pero no sabría decir de qué. Bebió de la taza un jugo que había pasado de humeante a frío en el transcurso de veinte mil vueltas de viaje submarino de la cucharilla. Ya de pie, observó la habitación, olió buscando algo distinto o nuevo y el estado de alerta fue total cuando escuchó un leve repiqueteo. Se acercó al armario, a la chimenea, al tocador, a la cama, pero nada. De nuevo, un leve repiqueteo, quizás arañazos de algún animal sobre la piedra al andar ¿una rata? Ojalá no, las ratas no eran buen augurio. Oyó un ruido distinto, era como un aleteo, alas batiéndose en retirada, corrió hacia la ventana como un proyectil y la abrió de forma tan violenta que si hubiera habido algún animal lo hubiera ahuyentado ipso facto. Nada. Se sentó en el ancho alféizar de la ventana y suspiró, quizás era su imaginación mezclada con sus sentimientos y sus deseos. Justo lo que le apetecía era volar, libre, lejos.

No sabía qué le iban a deparar los días que estuviera encerrada en el castillo, como tampoco sabía cuándo podría irse. Pensaba que obtendría el beneplácito del rey cumpliendo con la tarea por la que la habían traído al castillo, había medido mal sus oportunidades.

Lo que sí tenía claro es que no iba a tolerar mucho tiempo más esa situación. Al menor síntoma de mejoría de Ivy, se escaparía. Lo tenía clarinete.

Absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que Iris se había posado a su lado hasta que un agradable olor a nubes y libertad despertaron su curiosidad; el halcón de Ïndar hizo notar su presencia con un leve gañido. Cuando reconoció a Iris, los ojos se le inundaron de lágrimas y el ave rapaz, que parecía apreciar lo que ocurría, se dejó acariciar a pesar de que para los mimos, más bien pertenecía a la familia de los gatos salvajes.

⎯Hola preciosa ⎯la saludó mientras le pasaba un dedo con ternura por la cabeza⎯, ¿cómo me has encontrado? Porque me estabas buscando ¿verdad?

Cuando Iris retiró su garra izquierda, pudo ver la gran medalla de plata de Reys rota y con sangre seca.

⎯Reys ⎯dejó escapar un grito apagado.

Y entonces comprendió. Rápidamente, agarró un tizón de la chimenea y desgarró una sábana, en un fragmento escribió su nombre y el del castillo, lo plegó con las letras hacia dentro y lo ató a la pata del animal. El halcón se subió a su brazo, se agarró sin clavar las uñas, con toda la delicadeza que un ser salvaje consciente de su poder es capaz de asumir. Shae era amiga y protectora.

⎯Ve con Ïstar, dile que me has encontrado, pequeña ⎯y alzó el brazo para lanzarla al vuelo.

Iris despegó paradójica, con la ligereza de una pluma y la fuerza de un disparo. Según los cálculos de Shae, tardaría poco en llegar hasta Cafister. No quería meter en problemas a nadie, pero un poco de ayuda del exterior podría facilitar su huida. Tampoco quería pensar en Reys...,la sangre y el agujero en el medallón. Pero no podía ser. No, no podía ser. Era su miedo el que hablaba, cobarde, en la oscuridad de la noche, para partirle la cara al ánimo y anidar en su corazón. Pero eso no iba a suceder. Reys... Cogió el medallón, tan delicado, con un trallazo en medio. Si hubiera sido más grueso quizás pudiera haber evitado agujerearse. Pero un agujero de ese tamaño, donde a su marido le colgaba la medalla, solo podía significar pulmones o corazón. «Ay, Ïstar, tu pájaro nada más que me trae malas noticias», pensaba. «Al final voy a acabar pensado que es un pájaro de mal agüero». «Pero qué estoy diciendo, como si el pájaro tuviera la culpa... Solo es el mensajero. Enfadarse con él o echarle la culpa es... Absurdo». Con la cabeza hundida en las manos negaba lo evidente, como intentando sacudirse la mala fortuna. Escondiéndose de la suerte para que no se la volviera a jugar.

Se levantó, con la mano en el pecho, no podía respirar. Se apoyó en la cama, su larga y frondosa trenza le caía por un lateral. Repentinamente, empezó a sentir que le tiraban del pelo. Miró hacia su derecha y un pequeño minino se descosía por jugar con la punta de su trenza, a la que acabó por deshacer rompiendo la atadura de piel que la mantenía en su sitio. Era un precioso gato negro, esbelto, esponjoso, con unos preciosos ojos verdes.

⎯¿Qué haces tú aquí, pequeña pelusa? ⎯preguntó mientras se agachaba a recogerla.

La gata, sorprendentemente dócil, se dejó agarrar, y mientras la sanadora la subía, el felino cerró los ojos y comenzó a ronronear, feliz. «¡Genial!», debió pensar la gata. Cuál no fue su sorpresa al comprobar que, a medio camino, salió volando disparada hacia la cama. Cuando la gata aterrizó, observó extrañada que una gran mano cubría la boca de quien había elegido para jugar esa noche, la dueña de aquella maravillosa trenza deshecha gracias a ella. Poco después, su juguete en forma de humana fue sustraído de la habitación, así que, ni corta ni perezosa, doña minina se puso a lamerse las patas. 

Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now