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En el vientre de la tierra, en una cueva donde el tiempo parecía susurrar misteriosos conjuros demoníacos, la Ladrona de Almas tejía su plan para conseguir lo que quería mientras armaba lo que parecía la estructura de una tienda. La luz del fuego, un guardián solitario en la entrada, danzaba como un espíritu errante que ha sido atrapado y desea liberarse, proyectando sombras que jugaban a ser fantasmas del pasado en las paredes ancestrales. Cada llama era un suspiro de libertad perdida, cada chispa, un recuerdo fugaz de su camino abandonado. Con el fuego a la entrada de la cueva, no consumía el oxígeno de interior y servía para ahuyentar a las alimañas del Bosque Niebla. No necesitaba el calor, tan solo la seguridad. En ese santuario de secretos, la Robafuegos era como una sombra en el espejo de una habitación en penumbra, un reflejo distorsionado de deseos y temores, un rompecabezas cuyas piezas se perdían en la neblina del destino. Su historia, un hilo enredado en el tapiz de la narrativa, prometía revelaciones que resonarían como un eco en el alma de quien las descubriese.

Rodeada de reliquias que escondían historias de vidas perdidas, ella misma era la arquitecta de su laberinto de mentiras y engaños para la búsqueda que traía entre manos. Fetiches hechos con pequeños huesos toscamente esculpidos, lanas robadas aquí y allá o pieles de pequeños animales. Extraños artefactos rudimentarios, quizás para cazar toda suerte de roedores. Jaulas en cuyo interior escondían objetos de lo más variado, desde piedras pulidas hasta flores secas. ¿Cuál podría ser su plan? Su plan, una sinfonía inacabada de artimañas, se centraba en un objetivo que ni ella misma comprendía del todo. Al igual que el fuego que consumía madera pero nunca se saciaba, ella anhelaba algo más allá de la energía efímera de los animales moribundos. ¿Qué melodía oscura tocaba en su corazón? Era como materia oscura que alimentaba su esencia y le permitía continuar con su obsesión.

En medio de su extraño ritual, la mente de la Robafuegos se sumergió en un recuerdo borroso: dos niñas jugando en un templo antiguo, risas que resonaban entre columnas de piedra. Una de las niñas, con una energía vibrante, parecía estar en armonía con un gato que ronroneaba a sus pies, mientras la otra, con una mirada intensa y curiosa, experimentaba con pequeñas magias de flores voladoras y agua que se convertía en pájaros al caer en la roca. El recuerdo se hizo más nítido, transportándola a un día específico de su infancia. Las dos niñas, en aquel entonces, inseparables, compartían secretos y sueños bajo el cielo del atardecer. La niña de cabellos dorados mostraba a su amiga cómo las flores respondían a su canto, abriéndose en un espectáculo de colores y fragancias. La otra, fascinada, intentaba imitarla, pero sus intentos solo producían pétalos de colores moteados. Una mezcla de admiración y frustración que acababa en risas. De repente, un rayo estalló en el cielo, un presagio de la urgencia. La niña en sintonía con la naturaleza se despide tan apresuradamente que no da tiempo a ser correspondida, desapareciendo entre las sombras del templo sin mirar atrás. La otra niña queda sola, su expresión cambiando de la alegría a la confusión y luego a una tristeza sombría. El recuerdo se desvaneció tan rápido como apareció, dejando a la Ladrona de Almas con una sensación de pérdida y un anhelo incomprensible. Las llamas parpadearon, reflejando el eco de un pasado nunca olvidado, un pasado clavado más allá del corazón, en el alma.

Las imágenes en la pared de aquella húmeda cueva, grabadas por manos desconocidas, eran como cicatrices en la piel del mundo, contando historias de triunfos y tragedias, de almas que se desvanecían como el humo en el aire frío de la cueva. Almas a las que ella no había tenido acceso. Ya le gustaría. Ni siquiera ella supo nunca del todo cómo su existencia quedó ligada al final de la vida. De todas las vidas y de ninguna. Ni cómo fue relegada a una última posición en esa cadena final, nunca pudo ser una susurradora de difuntos, solo una ladrona de energía. La Bicho Oscuro.

Una vez terminada la estructura, con enormes palos clavados en el suelo y atados, formando un círculo, se acercó al fuego. Se paseaba lentamente alrededor del círculo de fuego, su figura delineada por el resplandor de las llamas. Cada paso era medido, cada gesto parte de un ritual que solo ella entendía. En la penumbra, los objetos de su colección parecían cobrar vida, proyectando sombras inquietantes que danzaban al ritmo de un viento inexistente. Era un baile de luces y sombras, un juego entre lo tangible y lo que se escondía en las profundidades de su ser. Miró hacia arriba, suspiró y se sentó con la construcción a sus espaldas. Con una rama dibujó símbolos extraños alrededor de sus pies. Habló en voz alta el lenguaje de Madre Natura, entre siseos, un lenguaje prohibido para quien no fuera sanadora, un lenguaje tan antiguo como la propia existencia. Los símbolos se proyectaron en forma de humo flotando hacia arriba y, atraídos por el fuego, crepitaron como ramas verdes en una chimenea. De repente, algo crujió con la ferocidad de la magia prohibida cuando es invocada y una llamarada incendió la estructura. La Ladrona de almas sonrió y la madera de los palos comenzó a arder desprendiendo llamaradas azules que, al consumir la madera, dejaban paso a palos más estrechos, negros como el carbón pero sólidos como la roca.

—Shhhh, la magia solo se puede usar en caso de vida o muerte, shhhh, pero nunca dijiste qué tipo de magia, Mala Madre, shhhhh —farfulló mientras sus grises ojos se volvían pozos sin fondo de oscuridad.

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⏰ Last updated: Dec 29, 2023 ⏰

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Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now