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Shae apareció en el Gran Salón sin el sobrevestido de brocado verde esmeralda ni joya alguna, solo llevando el vestido de seda verde manzana sobre las enaguas, y su rebeca de viaje de lino verde que ella misma había bordado. Todos los presentes reverenciaron su llegada y observó que, a pesar de su puntualidad, solo faltaba ella.

⎯Odio que me hagan esperar ⎯se oyó una voz masculina.

La sanadora miró a quien presidía la mesa y se sorprendió de ver allí a aquel individuo de ojos azules, ya no tan rechoncho, que un tiempo atrás paró el carruaje cerca de su casa para descansar sus doloridas rodillas.

⎯Me hubiera gustado poder decir que me alegra verle de nuevo, Señor ⎯dijo Shae aún de pie.

⎯No seas hosca, solo estarás aquí unos días. Luego, si quieres, volverás a tu aburrida vida de nuevo ⎯dijo quien Shae supuso el rey, embutido en un traje de terciopelo burdeos con ribetes dorados y puñetas beis.

⎯La cena está servida, por favor, tomen sus asientos ⎯se oyó al Camarero Mayor, mientras hacía sonar un triángulo.

Los allí presentes tomaron asiento. Shae fue llevada a su sitio, a dos comensales de la Presidencia. Cada comensal contaba con un sirviente propio que le destapaba la comida y le llenaba la copa.

⎯No debería llevar el pelo suelto, es una falta de respeto ⎯se oyó decir a una comensal ricamente ataviada.

Aquel salón no dejaba una piedra al descubierto, estaba cubierto de tejidos, incluso en el techo. Una gran alfombra roja hecha a medida cubría todo el salón. Sobre ella, alfombras con escudos y flores dispuestas de tal forma que no se solaparan unas con otras. Sobre las paredes, tapices con escenas bucólicas y en honor a la estirpe samura y la Diosa Natura y grandes candelabros de pared con multitud de velones. Del techo colgaban más tapices y lámparas con cadenas cubiertas de la cera de mil velas.

Los Condes de Muri iban a juego en color azul. Ella lucía una diadema de diamantes engastados en platino con la cruz emblema de la familia. El pomposo vestido de terciopelo estaba bordado con hilo de plata y las incrustaciones de diversas piedras reflejaban la luz de las velas. Los chapines, a juego, tenían la puntera y el talón en plata labrada y remates de cuero blanco.

Todo ridículo a ojos de Shae, todo tan innecesario y burdo... No se había percatado de que a su lado había un sitio vacío hasta que un sirviente retiró la silla y alguien tomó asiento. Shae no miró, no le interesaba en realidad, pero vio unas manos grandes y fuertes que le resultaron familiares. El olor a almizcle se hizo más intenso, ni siquiera el perfume de musgo blanco, bergamota y corteza de obuc era capaz de disimularlo.

⎯Buenas noches, Shae ⎯dijo el hombre de ojos verdes y negra melena.

⎯Buenas noches ⎯respondió ella, correcta, pero sin ni siquiera mirar.

⎯Me llamo Soho ⎯añadió.

Por toda respuesta, solo encontró una leve sonrisa forzada de su compañera que, tan pronto como la esbozó se borró de su rostro. Desaparecida la sonrisa, se arrepintió de haber sido cortés, la indiferencia y la distancia eran símbolos de desacuerdo. El hombre iba vestido informal, igual que ella, parecía desdeñar los protocolos y se sentó a la mesa vestido con una camisa de lino y unos pantalones oscuros de piel de montar, solo pendía de su cuello un símbolo que a Shae le resultó desconocido, quizás de plata, sin incrustación alguna, donde se apreciaba alguna suerte de animal saltando sobre un árbol. Soho se fijó en los dedos largos y finos de Shae, en sus uñas ovaladas y rosáceas de puntas blancas, en los tatuajes de las palmas de sus manos y le parecieron aún más bonitas que la primera vez que se fijó en ellas un rato antes. Quiso cogerlas de nuevo, pero Shae fue rápida y las escondió bajo la mesa antes, incluso, de que Soho pensara que había sido un error intentarlo.

Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now