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A la mañana siguiente, bien temprano, un carruaje de gran tamaño sin estandarte ni símbolo alguno paró cerca de la casa de Shae. Ella estaba horneando el pan, lo observó parado durante un largo rato, curiosa, se limpió las manos en el mandil y se dirigió hacia el carruaje. Los seis caballos del carruaje se inquietaron mientras un sonido como de pelea surgía de dentro del vehículo. Acercándose ya la portezuela se abrió y un monje salió escopetado al tiempo que un extraño y denso olor un tanto desagradable. Ante la sorpresa de Shae se abrió la imagen de un señor con las rodillas hinchadas y rojas, quejándose de dolor.

⎯Señor ¿puedo ayudarle en algo? ⎯preguntó Shae mientras observaba las rodillas de aquel hombre apenas canoso, pero con ciertas arrugas.

⎯No lo creo, solo hemos parado a descansar, tanto traqueteo me está matando, y el matasanos cobarde del abad ha salido corriendo a la primera amenaza de estrangularlo con mis propias manos. Pues no le quedan amenazas que escuchar...

Shae sonrió, miró al hombre a los ojos, sin percatarse de ningún detalle más que rasgos que le daban información sobre la salud de aquel desconocido.

⎯Si me permite... ⎯dijo ella mientras acercaba las manos a la cara del hombre.

⎯¿Perdone? ⎯dijo aquel hombre entrado en carnes más sorprendido que asustado.

⎯Le perdono ⎯volvió a sonreír mientras le miraba los ojos, las venas de la cara y las rodillas⎯. Si en una semana le curo el dolor ¿qué me diría? ⎯preguntó Shae con los brazos en jarra.

⎯Que es imposible, llevo tres años y cada día va a peor. Porque lleve usted las manos tatuadas no le da la sabiduría de llamarse sanadora, cualquiera se las puede tatuar.

⎯Evidentemente, tiene la sangre a tope, hay que limpiarla ⎯sentenció Shae.

⎯Estoy... ¿Estoy envenenado, eso quiere decir? ⎯preguntó el hombre regordete de ojos azules como el cielo de mañana y olor un tanto extraño a remostado y añejo.

⎯Sí, pero no se preocupe, nadie le está envenenado, solo es una cuestión de equilibrio.

⎯Déjese de acertijos, seguro que quiere usted venderme algún brebaje, no tengo tiempo para tonterías, nada más recupere la compostura saldremos de sus tierras, no se preocupe ⎯e hizo ademán para que cerrara la portezuela.

⎯No le voy a vender nada y menos le voy a cobrar ⎯dicho lo cual, Shae se dio media vuelta y se fue por donde había venido, dejando en el aire un agradable olor a eleno recién recolectado.

Al cabo de pocos minutos tocó en la portezuela del carruaje. Le abrieron y le dio una bolsita de tela con hierbas.

⎯Necesita usted una semana. Solo debe limpiarla bebiendo jugos de frutas, especialmente naranja, comer arándanos, pollo, pan, pescado y bebiendo mucha más agua, ensaladas de pepino, apio, lechuga, manzana. Nada de vino o cerveza, olvídese de las vísceras, la vaca, fritos, poco queso y menos azúcar. Haga una tisana con una cucharada de esta hierba por cada litro de agua y bébaselo en ayunas. Cuando la rojez y el dolor disminuyan nade. Es tan fácil como eso.

⎯¿Fácil? Me está quitando usted de comer ⎯protestó mientras olía las hierbas, el olor le era familiar pero no dejó de intentar reconocerlas porque no entendía de yerbajos.

⎯Tiene usted mi palabra de que si es capaz de hacerme caso una semana, dejará de dolerle y bajará la inflamación, podrá correr y estrangular al abad.

El hombre sopesó las palabras de Shae y le pareció tentador, se imaginaba estrangulando de verdad al mequetrefe que le acababa de pinchar una rodilla buscando Diosa sabe qué. Sacó una moneda de oro y se la ofreció a Shae, que la rechazó, se despidieron y el carruaje emprendió de nuevo la marcha.

La brisa que despertaba al surcar el cielo apenas le movía el plumaje, ni siquiera utilizaba el tercer párpado en ese trayecto, para Iris, el halcón de Ïndar, solo se trataba de un paseo. Shae lo observó llegar, resignada. Sin llegar a posarse, Iris dejó caer de sus garras el pergamino que Shae esperaba, asintió con la cabeza mientras el halcón se cernía a la espera de su respuesta. Tras dar las gracias, la mujer cerró la ventana de madera ajada por dentro.

—¿Qué noticias trae el pajarraco? —preguntó Reys un poco desconcertado.

—Tiene un nombre —fue toda la respuesta que obtuvo de su mujer.

Shae se afanaba por oler el eleno de un frasco mientras esquematizaba las propiedades y usos en su libro. Era un olor como la brisa del mar, como la hierba recién cortada, como una buena taza de café por la mañana, como el pan recién hecho, como besar a una madre. Era fresco pero dulce, suave pero duradero, era trascendental como el aleteo de los ángeles tanto como las fiestas del infierno.

—Bueno, de Luca —dijo tras una leve sonrisa.

—Se llama Iris... Ahí tienes el pergamino, léelo tú —contestó devolviéndole la sonrisa.

—Mujer, no empieces con tus artimañas, de sobra conoces que no sé leer —añadió el señor Tovar hosco.

—Ay, querido esposo, sí que sabéis, os enseñé yo, así que no seáis indolente y leedlo —y su mujer le entregó el pedazo de papel mientras se fijaba en un extraño brillo dorado que resplandecía en el alféizar de la ventana.

—Por todos los hijos de la Diosa Madre, Shae Campos Belroy, consigues irritarme —se indignó Reys mientras tomaba asiento en una desvencijada silla de madera y estiraba el pergamino desganado, a golpes secos. Miraba de reojo a su mujer, para ver si hacía efecto su enfado de mentira

—Con conseguir que leas me es suficiente —y la delgada mujer de largo cabello oscuro continuó sonriendo mientras se dirigía a ver qué desprendía esos destellos.

—Ocho... ¿ocho? ¿Pero qué demonios...? —se preguntó el señor Tovar mientras se mesaba la barba.

—Son los aciertos de Ila —contestó Shae, admirando una moneda de oro con el blasón real. Al cabo, se sentó en la mecedora de al lado de su marido y comenzando a desgranar las primeras vainas de guisantes de la temporada.

—¿Y eso qué significa? —continuó preguntando Reys atropelladamente.

—Bien lo sabes, querido esposo.

Reys Tovar Sale dejó el papel sobre una mesa tosca, la silla volvió a crujir al levantarse. Miró a su mujer, a quien adoraba, y suspiró. Se alisó la camisa blanca de algodón sobre su barriga plana, se alzó los calzones de lana marrón para dejarlos en su sitio y se dirigió al capazo donde Ila retozaba con los ojos abiertos de par en par.

—Mi querida hija ¿y qué vas a hacer tú con el Castillo de Rodo Vilar?

Susurradora de difuntosWhere stories live. Discover now