¿Celos yo?

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Cada noche el diablo se sienta a la orilla de mi cama,
enciende un cigarro,
se voltea para echarme el humo en el rostro.
—¿Ya lo pensaste? —siempre pregunta.
Yo muevo la cabeza de izquierda a derecha
y caigo en un sueño profundo.
Aún no sé qué quiere de mí.

Charles Bukowski

Lex

No dormí. Y eso, con tan poco tiempo para descansar, no es bueno, mas lo empeora el hecho de que me pasé la noche apretando manos y dientes ansiando el conocido ardor en mi nariz. Tres veces estuve a punto de fracasar; en dos ocasiones salí de mi habitación, una última incluso llegué al vestíbulo del hotel. Mis manos aún ahora siguen sudando, mis piernas no dejan de moverse. Tengo la boca seca, no me atreví a beber ni una copa por miedo a perder control sobre mí.

Tengo que levantarme, caminar de un lado a otro dentro de mi habitación en un hotel de lujo que, por como me siento, bien podría ser una jaula. Esa sensación, la necesidad de ella, no se ha ido. Siento como si apenas hubiera sido ayer el último día que consumí. Estoy ansioso. Irritable. Una vez más la pesada fatiga cae sobre mí. He tratado de escribir, describir en una canción la manera en que me siento, tocar el piano que es la pieza central de la habitación, pero no puedo concentrarme. Tengo sueño y no puedo dormir. Me duele la cabeza, todo el cuerpo en realidad.

Quizá deba darme un baño, uno más, el cuarto desde que la ansiedad me golpeó.

Mi teléfono vibra.

«Desayuno en diez», me dice David.

Me dejo caer en el sofá. Deslizo las manos por mi rostro y aspiro con fuerza como un acto reflejo. La frustación se apodera de mí al no sentir la llegada de la euforia que venía luego del raspón inicial en mis fosas sensibles. Trato de hacer los ejercicios de respiración que me enseñaron durante rehabilitación, y tal como sucedió entonces, no sirven para nada. Ella podría calmarme, si solo pudiera olerla una vez, si no fuera tan débil de reincidir. Y si no es ella es ELLA. Su risa escandalosa. Su franqueza al hablar. Escucharla siempre ayuda.

¿Qué habrá usado anoche? ¿Adónde iría? ¿Hizo lo que Eva le sugirió en México? Sigo sin entender por qué eso me molesta. Supongo que es un impulso primitivo, va más allá de mi compresión y golpea justo en mi orgullo; saber que ha hecho con alguien más lo que a mí me ha negado, lo que yo me he perdido.

Mi teléfono vibra una vez más, pero conozco el tono y lo dejo sin responder. Maya tiene que parar, no puede seguir acosándome así. Yo mismo no puedo continuar como lo he hecho hasta ahora, tengo que encontrar la manera de distraerme, de no pensar más en esa nada que tanto ansio.

Recojo mi móvil. No tengo ánimos de que una cámara esté apuntando a mi rostro mientras como.

«Tomaré el desayuno en la habitación. Haz que lo manden».

No, no comeré. Tengo el estómago cerrado y mis ojos arden por el sueño.

Camino hasta los anchos ventanales, presiono un botón y veo correr las cortinas. Poco a poco la habitación adquiere color. Frente a mis ojos, detrás de arena y palmeras, se extiende el mar Atlántico, frío y azul. El piano pronto es bañado con una luz dorada que rebota en la laca negra.

Abro la cajetilla de cigarros. La encuentro vacía.

Mi teléfono suena sobre la cama. Maya insiste.

Rodeo el piano, deslizo mis dedos sobre la tapa y descubro la caja de resonancia. La banca es cómoda. Una tecla chilla al levantar el panel. Mis manos de inmediato se acomodan en Do Mayor, luego corren a Mi y mis estúpidos dedos torpes provocan una estridencia. Corrijo. Y vuelvo a corregir hasta que paro de temblar, hasta que lo que escucho se parece un poco a como me siento. Yo solo cierro los ojos y me dejo llevar. Las notas una a una se van acoplando, formando una melodía decadente y desesperada. Las puedo escuchar antes incluso de que mis dedos les den vida. Mi pecho se libera algo de presión. Mis dedos corretean sobre las teclas, haciendo volar las notas que de inmediato se graban en mi memoria. Debería anotarlas, quizá videograbarme. No quiero dejar de tocar.

Nunca digas que no te supe amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora