La ciudad que nunca duerme

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Entiéndeme. No soy como un mundo ordinario.
Tengo mi locura, vivo en otra dimensión
y no tengo tiempo para cosas que no tienen alma.

Charles Bukowoski

Lex

A veces me aburro de ver las calles tan lindas de Los Ángeles. Sé que suena raro, pero a veces quiero ir a Nueva York y ver a la gente sufrir, dijo Donna Summer alguna vez. Por eso compré un ático en la ciudad. Fumarme un cigarro mientras veo la vida pasar desde mi ventana en lo más alto de un edifico obscenamente costoso en ocasiones ayuda con la perspectiva. A decir verdad, alguna que otra vez me ayudó a entrar en razón, otras tantas me hundió más.  

La ciudad que nunca duerme. Me viene bien, porque yo tampoco lo hago mucho últimamente.

Tiene encanto, todo hay que decirlo. Es una ciudad poderosa, capaz de hacerte sentir en la cima del mundo o en el más profundo agujero. No estoy muy seguro de en qué punto me encuentro yo. Pero sé que odio las nuevas lámparas colgantes de la estancia en mi ático. No obstante, no me quejo de la regadera en cascada en mi ducha. Y mi estudio, que es el lugar donde seguramente pasaré la mayor parte del tiempo, es una copia fiel del que tengo en Los Ángeles. Todo estará bien.

—Después de esto puedes comenzar tus vacaciones.

Los ojos claros de David me observan desde el retrivisor, el apretado tráfico le permite alejar la vista del frente un momento.

—Esperaré en el auto.

Estacionamos frente a un edificio de ladrillos, uno de los muchos que fueron reformados en la zona.

—No es necesario. Vete. —Miro la puerta, luego la caja del interfón—. ¿Cuál es el número de su departamento?

Actúa como si la pregunta le sorprendiera. Enarca las cejas, echa la cabeza ligeramente atrás. Pero es solo un microsegundo, su entrenamiento naval no le permite ser muy expresivo.

—Lo siento, señor, ella no me dejó acompañarla adentro.

Mierda, no tocaré puerta por puerta.

Pero es exactamente lo que hago. Más o menos. Presiono todos los botones del interfón y espero. Muchos abren sin preguntar, varios números se iluminan, sin embargo no me muevo. Vuelvo a presionar mi mano sobre la pantalla. Preguntas y quejas salen por el altavoz, pero ninguna es suya. Me debato entre hacer un último intento o volver por donde vine, me siento estúpido aquí afuera. Doy media vuelta y...

—¿Sí? Diga.

Busco de inmediato en la caja el foco rojo que me indique de qué departamento sale esa voz, como si eso pudiera comprobar que es ella la que habla.

»¿Eva?

Mi boca se mantiene cerrada, y todavía me siento estúpido.

Escondo las manos en los bolsillos de mi pantalón y miro abajo, a mis botas. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué estoy buscándola? Puedo tener otras mujeres, muchas de ellas abrirían las piernas antes de que yo siquiera pueda chasquear los dedos. ¿Por qué pierdo mi tiempo?

—¿Eva, eres tú? Siempre olvidas las llaves. —La puerta, que ya estaba abierta, vuelve a liberar el seguro emitiendo un pitido—Sube y observa. No hagas ruido.

Sus palabras despiertan mi curiosidad.

Abro la puerta y sin ponerla sobre aviso de mi presencia decido tomar las escaleras hasta llegar al piso de su departamento. Se escucha música. Me doy prisa en atravesar el corredor, mirando en todas las direcciones, asegurándome de no ser visto. No quiero lidiar más con la prensa. A Scott le daría una apoplejía y yo sufriría otra igual si tengo que escuchar uno más de sus sermones.

Nunca digas que no te supe amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora