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Las gotas se sudor recorrían el rostro del príncipe mientras se tambaleaba en la parte trasera de una vieja carreta al sur del desierto. Las palmas de Adrien sudaban y la arena se le pegaba a la piel causándole comezón, su traje a medida se había reducido solamente a su camisa interior y sus pantalones. Después de viajar durante días enteros bajo el sol talaquí su piel estaba reseca y ardía en un tono rosa intenso; incluso cuando había llovido hacía poco tiempo le costaba trabajo respirar.

Había huido exitosamente de Felarion después de no haber sido reconocido en las fronteras y, desde entonces, Adrien Gladious decretó que oficialmente había perdido la cordura.

Ante las miserables condiciones del viaje se permitía, de vez en cuando, echar de menos el aroma de las flores o el canto de las aves del bosque, pero luego recordaba las mentiras que se entretejían entre los árboles y las paredes del castillo y una fuerte necesidad de gritar lo invadía.

Edmond, su padre y los condenados senescales podrían casarse entre ellos y apiñarse para ocupar el trono por todo lo que le importaba. Por supuesto que tenía que admitir que la situación le pesaba, de otra forma no habría llorado como un bebé durante los cuatro primeros días en el bosque.

En sus primeras horas de huida había sucumbido al pánico y la culpa. Se había planteado regresar más veces de las que podía contar, y cada vez que se detenía a descansar en los huecos de cazadores, dentro de los árboles, creía oír el sonido de cascos de caballos y el rebotar metálico de los escudos de la guardia real, que llegaban para arrastrarlo de regreso para enfrentar la ira del rey, pero a medida que las horas transcurrían ellos nunca aparecían, y su culpa poco a poco se disipaba para ser remplazada por ira.

Su capacidad de atravesar el laberinto de rosas los había dejado en desventaja. Su abuelo había sido quien le enseñó los pasadizos subterráneos y ahora ya estaba demasiado lejos como para que lo alcanzaran. Ni siquiera sus propios súbditos lo habían reconocido con aquel traje hecho jirones, incluso cuando miraron directamente a sus ojos.

—No te muevas —Lucie se quejó mientras sujetaba la cabeza del príncipe con firmeza —o acabarás luciendo como un galeano.

—Creo que me vería bien calvo —él comentó, y la mujer arrugó su nariz respingada mientras le cortaba el resto del cabello.

Lucille —Lucie—, era una prostituta viajante que encontró al príncipe en la frontera de los bosques mientras viajaba con su acompañante y desde entonces lo había acogido bajo su ala, como si Adrien Gladious fuera algún pobre pretexto de esclavo aterrorizado. Por supuesto que su apareciencia daba lugar a tales suposiciones y el nunca la contradijo.

«Con un poco de maquillaje sería atractiva» pensó, todavía extrañado de que una dama de compañía no llevara una gota de tinte en los labios. Pero, de nuevo, Adrien no podría considerarse experto en esos asuntos. Nunca antes había estado cerca de una mujer del placer, ni siquiera las que su padre mandaba a llamar a las alcobas reales cuando estaba de buen humor .A sus ojos Lucie no lucía ni un poco como las había imaginado, pero como no estaba seguro si eso sería considerado un insulto, no lo dijo.

El príncipe le había dado un nombre falso, y aprovechó su apariencia desgarbada después de días de correr por el bosque para despertar compasión en los viajeros. No era el mejor de los planes, pero había resultado.

—No seas ridículo, Adi —ella soltó con su risa ronca, nada propio de una dama  —. Ya es suficiente desperdicio deshacerse de tan buen cabello.

Muy consciente que una de las características que lo delataban era su cabellera, Adrien había viajado con el pelo anudado en un revoltijo desordenado y oculto lo mejor posible dentro del cuello alto de su camisa, pero el calor del desierto era intenso y junto al sudor y la falta de sus aceites escenciales el manojo de pelo se volvió isoportable en poco tiempo.

Un príncipe para el príncipe #2Where stories live. Discover now