VII

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Adrien Gladious era verdaderamente un imbécil, él mismo lo había declarado mientras yacía en el suelo de una asquerosa colonia a la que había llegado su propia estupidez.

Acarrearon su cuerpo tambaleante debajo de la tormenta e inmediatamente comenzó a chasquear los dientes cuando el frío se filtró por su espalda, y cerró los ojos con fuerza intentado no oír el sonido de los quejidos agónicos que se ahogaban bajo el ruido de las gotas estrellándose contra el metal de la armadura de los soldados.

Finalmente la mano que lo retenía lo liberó, y la ola de alivio que sintió amortiguó incluso el dolor de sus rodillas cuando se estrelló en el suelo de una jaula. La lluvia continuaba golpeando el piso metálico, mientras trataba de hacer malabares con el peso de su capa empapada y observaba a su alrededor. La prisión estaba sobre una carreta y otros dos temibles hombres, que se agazapaba en las esquinas, lo estudiaban como si fuese su próxima víctima.

Buscó ayuda con desesperación, pero Lucie y Viggo habían desaparecido entre la multitud.

«Oh, no»

Finalmente Adrien comprendió que estaba solo. Su labio tembló, pero se tragó el llanto, sabiendo que lo haría parecer aún más vulnerable. En pocos minutos la jaula estuvo tan abarrotada que el príncipe se vio obligado a abrazar sus rodillas contra su pecho y empujarse contra uno de los cuerpos, que olía tan horrible que ni siquiera la lluvia lo apaciguaba.

—Hueles a forastero —susurró alguien a su lado, en un siseo despectivo, mientras se ponían en marcha, dejando la taberna atrás.

En las últimas semanas había dormido en la tierra, orinado en el césped y se había limpiado con aceites de mercado pero allí, en una jaula junto a ebrios de taberna, confirmó que se había rebajado a un nuevo nivel. No tenía idea de lo que le esperaba en una prisión de colonia; en Valmeria los calabozos eran helados y en Milhía oscuros agujeros de tortura, pero ese lugar era un extraño intermedio que no hacía más que ponerlo frenético.

—Entren a la celda en una fila ordenada y no habrá violencia —el líder del escuadrón de soldados anunció, una vez que se detuvieron frente a una cueva.

El lugar era oscuro y horrible pero estaba seco, así que Adrien abrazó esa idea mientras se formaba con el montón y dejaba que le ajustaran las cadenas a las muñecas. El sonido de los grilletes inmovilizando sus manos provocó que su pecho se encogiera, y sintió que podría orinarse encima si descubría que sus compañeros de viaje resultaban ser asesinos o torturadores.

«Diles quien eres» Su parte irracional, y desesperada por salir de allí, le susurraba pero su sentido común lo mantuvo en silencio.

Cuatro pequeñas celdas se enfilaban dentro del espacio, unas junto a otras, separadas únicamente por paredes de piedra. Todo al rededor lucía milhiano, pero por supuesto el príncipe jamás lo diría en voz alta.

En medio de la penumbra unas manos se colaron debajo de su túnica y se sobresaltó al darse cuenta que dos soldados lo inspeccionaban en busca de armas, pero cuando uno tomó su flauta y la levantó sobre su cabeza para admirarla, soltando un silbido de apreciación, Adrien sintió que sus piernas le fallaban.

—Eso es mío —anunció con la voz entrecortada y el hombre le devolvió una mirada despectiva.

—Calla, ladrón de porquería —espetó y escupió al suelo, junto a la bota de Adrien, antes de empujarlo dentro de una de las celdas.

Se limitó a examinar el lugar, sorprendiéndose al ver lo espacioso que era, y aunque olía a desechos era una mejora en comparación a la húmeda jaula de traslado.

—Eres el prisionero tres-siete-cinco —el valmerio le dijo, con un acento completamente diferente al de Milhía, apuntándolo con su propia flauta con descaro.

Un príncipe para el príncipe #2Where stories live. Discover now