HUIDA DE AZKABAN

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Un ruido me despertó de repente cuando menos quería ser despertada. Ahora que había podido por fin pillar el sueño, tenía que empezar a tronar. Aquello no era justo. Suspiré y me levanté del suelo, masajeándome la espalda como podía, sobre todo la zona de los riñones, que era lo más cargado que tenía. Me estiré como pude y algunas vértebras sonaron al colocarse en su lugar. Ya estaba harta de esa maldita celda, harta de esa maldita prisión, harta de estar en Azkaban, pero me lo había buscado. De todas formas, podía ser peor, como lo que aquel maldito niño le había hecho al Señor Oscuro. Aún no sabía cómo se las había apañado ese mocoso para vencer al Señor Oscuro, pero de alguna manera sobrevivió, estaba segura de ello. No podía morir. De hecho, no debía morir. Estaba claro que estaba escondido en alguna parte, esperando su oportunidad, quizá esperándome a mí. No, quizá no. Estaba esperándome a mí, y tenía que acudir en su ayuda como fuera. Se lo debía.

Así pues, y con esa obsesión en la cabeza, me acerqué a la pequeña ventana y continué con mi trabajo. Llevaba ya tres años tratando de escapar. Lo tenía todo planeado hasta el más mínimo detalle y sabía que nada podía fallar. Había tenido mucho tiempo para planearlo. Demasiado para mi gusto. Esto tenía que acabar. Por tanto, cogí la cuchara mellada que empleaba para serrar los barrotes de la pequeña ventana y volví a la carga, ahora que estaba todo tranquilo.

Pobre cuchara. Estaba ya hecha cisco. Cuando empecé a ejecutar mi plan para escapar, aproveché los gritos de algún tipejo de por ahí cerca para darle golpes en la empuñadura hasta poder hacer un pequeño filo y, tras eso, comenzar a cortar los barrotes, utilizando la magia para hacer que la cuchara fuera mucho más resistente y pudiera resistir la dureza del acero de los barrotes. Pronto descubrí que no iba a funcionar tan fácilmente ese invento y lo modifiqué ligeramente, aprovechando otros gritos para golpear de nuevo el filo y hacer que se mellara. Ahora sí. Convertida en sierra, la cuchara servía para ir serrando los barrotes muy poco a poco. Iba muy despacio, pero no tenía prisa. Total, no iba a ir a ninguna parte…

Sonreí durante un segundo, pensando en ello, pero pronto volví a mi apatía. Qué fácil lo había visto al principio, tres años atrás, pero qué difícil era realmente. Difícil y, sobre todo, muy cansado. Me dolían los hombros, y eso que acababa de empezar.

Continué serrando, a pesar del dolor de hombros, y me obligué a recordar cómo me las apañé para poder recuperar mi poder mágico mientras estaba en ese agujero que era mi celda. Además de serrar barrotes, me dediqué también durante esos tres años a marcar las paredes con runas muy pequeñas, lo suficiente para evitar que nadie pudiera verlas, pero cuyo poder me alimentaba poco a poco. Necesitaba energía una vez que los barrotes cedieran, al menos uno de ellos, que parecía suficiente para mí para poder escapar. Esas runas me daban poder suficiente para poder hacer magia sin varita, imprescindible para mi plan.

De pronto, noté la presencia de los guardianes una vez más. Ya no me hacían el mismo efecto que cuando entré, hacía ya diez años, pero aún me provocaban cierto nerviosismo. Por suerte para mí, mi obsesión con escaparme era más fuerte que sus poderes. Sabía que era imposible que me quitaran esas ganas de escaparme, pues no era un sentimiento positivo o negativo. Y eso me hizo fuerte, resistente, dura. Desde que empecé a poner en práctica mi plan, tenía que fingir estar como los demás para que no se notara nada. Oí gritos y lamentos y comprendí. Le había tocado a otro.

«Bah, mientras no sea a mí, me da igual», pensé. «Aunque esta vez están muy cerca, debo andarme con ojo y largarme de aquí cuanto antes».

Así que serré con más fuerza, aprovechando los gritos, que me daban adrenalina. Ya casi estaba. En unos días más, la libertad era cosa hecha.

Cuentos De Lechuza Where stories live. Discover now