Capítulo 9: Un adiós

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El caos se desató.

En su turbulenta vida de brujo, sorprendentemente larga para los de su gremio, Lan XiChen había participado como soldado activo en una infinidad de batallas. Algunas multitudinarias, había vivido una guerra entre reinos, pese a que los suyos también solían preferir mantenerse al margen de estas y, como carroñeros, vivir de hacer favores bien pagados a los escasos supervivientes. Más aún, había participado en batallas mágicas, luchas entre ejércitos en las que los hechiceros de Lanling eran capaces de exterminar a la mitad de las huestes enemigas de un plumazo, contiendas en las que llovía fuego y la tierra se abría bajo sus espadazos. Había estado en el centro mismo del caos, en huracanes y tempestades capaces de destruir ciudades, y había vivido para contarlo.

Nunca antes había visto un poder semejante al de aquellos rayos. Nunca antes había contemplado tanta rabia.

Nunca había pasado tanto miedo.

La tormenta partió la montaña en dos, y de pronto, sobre ellos, sobre lo que antes había sido el techo acristalado de aquella mágica cueva, se hallaba la noche, las nubes y la tempestad. Al principio, Lan XiChen —que había salido disparado, como tantos de aquellos ulfhedinn y rodado varios metros por el suelo— no entendió la lluvia que le golpeaba el rostro. No entendió el barro, que nacía de las piedras y la tierra que caía al suelo, ni tampoco la nieve. No entendió como ninguno de aquellos riscos le golpeaba, aunque eso se debía solo a que la magia de Jiang Cheng, a la par que mortífera, le protegía. Confuso y desorientado, un pitido en sus oídos amenazaba con volverle loco. Por debajo, un latido que sonaba directamente en su cabeza, y el dolor punzante de los hematomas que más tarde descubriría bajo su armadura, y que podrían revelar algún hueso roto. Su visión borrosa solo era capaz de centrarse en un único punto, una silueta desarmada en mitad del campo de batalla. Jiang Cheng gritaba, su cólera y su magia estallando como los rayos que allá en el firmamento lo destruían todo. Sin armadura, sin apenas protección alguna, la camisa de lino ondeaba a su alrededor como poco más que un trapito. Y, no muy lejos, Xue Yan reía, enloquecido y ávaro, porque de verdad creía que podía controlar ese poder.

De no haberle dado vueltas la cabeza, Lan XiChen se habría mofado de él. Nadie podría controlar ese poder. Nunca. Aquello estaba más allá de la comprensión.

Varios ulfhedinn, los primeros en recuperarse de la explosión, más rápidos que el brujo a la hora de ponerse en pie, se lanzaron a la carera hacia Jiang Cheng, con las uñas desenvainadas y las fauces abiertas, llenas de dientes. Una sola dentellada de aquellos colmillos resultaría mortal, pero ninguno logró acercarse a la sirena. Ni siquiera pudieron rozarle. Los rayos caían alrededor de Jiang Cheng y sus explosiones volvían a mandar por los aires a aquellos monstruos corruptos. Más de uno cayó fulminado al suelo, partido en dos, el corte cauterizado sin siquiera capacidad de sangrar. Los que sobrevivían volvían a ponerse en pie y a atacar mientras Lan XiChen trataba de imitarles con una intención no tan distinta, aunque no sería la sirena la receptora de su acero. Jiang Cheng sin embargo no se dignó a prestarle atención a ninguno de ellos. La tormenta de la que era hija le protegía, manifestación directa de su venganza. Y frente a él Xue Yang reía, con la mano cercenada de Yu ZiYuan, como si ya pudiera ver aquellos rayos explotando bajo su comando. Durante el más breve de los instantes, el brujo se encontró admirando a aquel proscrito. Cualquier otro a estas alturas ya estaría postrado en el suelo, de rodillas, las mejillas cubiertas de lágrimas de terror, suplicando piedad con un charco de orina extendiéndose bajo sus pies.

Con un gruñido de dolor inaudible bajo el clamor de la tormenta, Lan XiChen se puso en pie mientras el raciocinio volvía lentamente a encauzar sus pensamientos. Xue Yang reía confiado por alguna razón. El hechicero estaba loco, pero era peligroso, bien se lo había advertido Jin GuangYao. Si provocaba la ira de Jiang Cheng, era por algo, tenía un plan para él. La sirena, perdida en la magnitud de su rabia, iba directa a una trampa, y el brujo se dio cuenta en cuanto vio el anillo espiritual de la mano cercenada —Zidian, Jiang Cheng había dicho que aquel arma legendaria que su madre rescató de un naufragio se llamaba Zidian— brillar.

Espuma de mar [XiCheng]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora