Capítulo 17: Del crepúsculo a la marea

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Cuando llegaron a los muelles, ya era tarde. El barco de los piratas Wen acababa de zarpar. Contra las oscuras nubes de tormenta que perfilaban el amanecer y le ponían límites al cielo, se dibujaba la silueta de las enormes velas rojas, ardientes como un incendio.

Entre las nubes, despuntó un rayo violeta en la distancia. Hacia el norte. Hacia el archipiélago de Yunmeng.

Lan XiChen llegó corriendo a los muelles de Caiyi con el corazón en la garganta y sus dos espadas a la espalda. Su medallón ardía entre su camisa y su cota de malla, y no era capaz de despegar los ojos —abiertos de par en par en conmocionada expresión de horror— del barco que se alejaba hacia el horizonte, a toda vela y con el viento a favor. Tras él, Lan WangJi y Wei WuXian frenaron a poca distancia, apenas antes de que el camino empedrado de la calle se convirtiera en madera. El brujo apretó los labios en una fina línea, última represión de una maldición afónica, mientras la pareja recuperaba el aliento. Lan WangJi no lo necesitaba, pero Wei WuXian jadeaba, una mano de su pareja como silencioso apoyo entre sus omóplatos, poco acostumbrado a correr.

-¿Estamos seguros de que han llegado a subirse al barco? -cuestionó el nigromante cuando su respiración se normalizó.

En realidad, bien sabía Wei WuXian que aquella era una pregunta obvia. Lo estaban. Lan XiChen no necesitó más que cerrar los ojos y expandir sus sentidos de brujo hacia el mar. Percibía la magia en el ambiente. La de Jiang Cheng, entrelazada con la tormenta y el océano, en corrupta ebullición, impregnaba cada partícula de agua y de aire salino. La de Jin ZiXuan se movía a su lado, en forma de ilusiones que habrían utilizado para colarse en los camarotes bajo cubierta antes de que Wen Chao zarpase para encontrarse en Yunmeng con su padre. Cuando abrió los ojos y se dio la vuelta hacia sus compañeros, el brujo asintió, pálido.

-Lo han hecho.

-Mierda -maldijo Wei WuXian. Lan WangJi le dirigió una mirada de ligera desaprobación, pero no dijo nada. Tenía la mandíbula tan tensa que se le partirían los dientes de un momento a otro-. Tenemos que sacarlos de ahí antes de que lleguen a Yunmeng. Una vez en el archipiélago, el poder del núcleo de Jiang Cheng será incontrolable, tanto para él como para los Wen.

-¿Estás seguro?

-Le queda poco tiempo -afirmó el nigromante, grave. Su sonrisa había desaparecido, y Lan XiChen podía jurar que nunca lo había visto tan serio-. No quería creerlo... pero no se me ocurre otro motivo por el que se pueda haber hecho esta tontería. Jiang Cheng no es así. No se lanzaría de cabeza a la muerte si no estuviera desesperado.

-Entonces tenemos que abordarlos.

-Menos mal que estamos en un puerto. Lan Zhan, amor, ¿me prestas tu espada?

Aunque las cejas de Lan WangJi se fruncieron apenas un milímetro, desenfundó a WangJi —su espada de acero— sin hacer preguntas y se la tendió a Wei WuXian por la empuñadura. El nigromante la tomó como un espadachín experto, época de la que prefería no hablar, y se dirigió al primer marinero que vio. Al principio, ante las extravagantes pintas de los dos brujos y un mago vestido todo de negro, el hombre no les prestó la más mínima atención. Después sintió el frío del metal en el cuello y, cuando se dio la vuelta, Wei WuXian le amenazaba con una radiante sonrisa.

-Buenos días, buen hombre -dijo-. Necesitamos un barco.

***

-Mi capitán, nos están siguiendo.

Poca atención le prestó Wen Chao a aquel aviso. Apoyado con soberbia en el palo mayor, contemplaba sonriente y confiado a los tres rehenes a sus pies. A su lado, conformando el límite de aquel universo al margen de los atareados marineros —que, salvo los guardias que le había prestado su padre y que vigilaban a los polizones, se dedicaban a sus tareas sin prestarle demasiada atención al señorito que tenían por capitán— Wen ZhuLiu se mantenía firme, vigilante. No llevaba arma alguna, no como el resto de guardaespaldas de Wen Chao, pero no la necesitaba. El contramaestre de Wen Chao tragó saliva cuando su empleador desdeñó el aviso con un movimiento de la mano. Miró al timonel, pero fue el joven maestro Wen quién dio las órdenes. Quién siempre las daba, aunque supusiesen encallar. Y atados como estaban, bien fuera por lealtad, avaricia, deudas o magia, aquellos hombres no podían hacer más que obedecer.

Espuma de mar [XiCheng]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora