Capítulo 27: Epílogo 2

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Regresaba de mi acostumbrada cabalgata por los viñedos, habían pasado doce años desde la muerte de mi madre… después del dolor que nos sobrevino su perdida vinieron otros…

Dos años más tarde murió el Nono Billy, una caída complico su estado de salud y termino con su muerte unos meses más tarde…

Esa noticia nos hizo trasladarnos a Montepulciano, no queríamos que la Nona pasara sus últimos años de vida sola y triste, no había manera de alejarla de Italia, así que nos mudamos.

El hecho de que los pequeños estudiaran en el Colegio Italiano ayudó a su traslado y que pudieran terminar y continuar sus estudios.

Nos había costado mucho separarnos de Christine, pero íbamos a Chicago al menos cuatro o seis veces al año y en todas ellas íbamos a visitarla, en su tumba nunca faltaban flores, y mi hermana y su familia se encargaban de visitarla en esos meses en los que nosotros no estábamos en Chicago, también nuestra Jane estaba viviendo en esa ciudad que básicamente la vio crecer, mi muñeca ya tenía veintisiete años y hacía dos nos había hecho abuelos de una hermosa palomita, llamada Christine Anna, cuando estaba en Londres en la universidad estudiando letras se enamoro perdidamente de un chico llamado Noah Williams, un estudiante becado de arquitectura, oriundo de Chicago, humilde, honesto y trabajador que se convirtió en uno de mis pupilos y que a pulso se gano su puesto en Castles-Donovan & Asociados, mi respeto y el de mi hermosa, así como nuestra bendición para su matrimonio, ellos también eran una constante compañía para mi mariposita.

Tres años después de la muerte del Nono, Sue siguió sus pasos, pero al menos no fue una muerte dolorosa, simplemente se durmió para no despertar más.

También nos dejaron Doña Bree y el Sr. James, y mi gran y querido amigo Robert Donovan.

Al menos mi padre con a sus setenta y seis años se mantenía bastante bien y todavía podía espantar  los novios de mi hermanita Anette que a sus diecinueve años le llovían los pretendientes.

Los mellizos estaban cerca de los veinticinco años,  mi gatita hermosa había estudiado medicina y mientras hacía la especialidad de Cardiología trabajaba en el dispensario de Montepulciano, era absolutamente hermosa, siempre lo había sido, responsable, profesional y dedicada, había tenido montones de pretendientes y algunos novios, y yo siempre los he odiado absolutamente a todos, ninguno era lo suficientemente bueno para mi hermosa Lizzie… al último no le he podido objetar demasiado, se trata del Dr. Derek Shepherd Gray, hijo  de dos reconocidos neurocirujanos norteamericanos que habían contribuido en innúmeros proyectos de la fundación, y participado en muchos de nuestros bailes y eventos benéficos, allí se habían conocido nuestros hijos y cuando estudiaron juntos empezaron como amigos, hasta que al graduarse comenzaron a saltar las chispas, no es que considerara que existiera él que fuera el hombre perfecto para mi princesita, pues ninguno lo era, pero la verdad es que el doctorcito era lo más cercano.

Christ’s… mi campeón, era un reconocido concertista, además que daba clases en Juilliard, además de escuelas de los suburbios de New York… pero su vida amorosa era simplemente otra historia aparte…

Mi florecita hermosa, mi Gabi, mi copia al carbón de mi preciosa… al menos por fuera lo era…  ya tenía diecinueve años, era la chispa de alegría de nuestra vida, me lograba sacar bastantes canas verdes, casi tantas como sus hermanos menores.

Aun cuando poseía esa belleza etérea y angelical de su madre era mucho más inquieta, era ella la que se lanzaba rápidas cabalgatas conmigo a lo largo de los viñedos, o se la vivía corriendo Europa en moto en compañía del loco de su primo Kellan, verla montada en esa cosa me irritaba hasta niveles insospechados, pero ella lo arreglaba todo con unos besos y con la ayuda Elizabeth que me convencía de todo, no había duda  yo hacía siempre lo que quería mi gatita, así que a través de los ojos de mi gata no me parecía tan horrible que mi florecita  saltara en paracaídas, parapentes o cualquier locura que se le ocurría; seguía pintando, pero creo que lo hacía para calmar un poco el exceso de adrenalina, sin dejar de ser impactantemente grandiosa.

La OtraWhere stories live. Discover now