Por favor, no huyas

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No me siento cómoda caminando a oscuras por las calles, he leído bastantes relatos de misterio y paranormales navegando por internet en mis aburridos días como para saber qué sucede cuando una mujer está sola en la noche. Tal vez por eso la compañía de Thomas es reconfortante.

Es extraño. Muy... extraño y demasiado loco.

Thomas no es alguien que conozca hace mucho, ni siquiera sé su edad o los motivos de sus cicatrices, sin embargo, tenerlo cerca forma en mi interior un extraño sentimiento de bienestar.

Él no es muy diferente a la persona detrás de nuestras conversaciones, aunque sí demuestra ser mucho más retraído y esquivo. Apenas aclaramos el asunto del celular se ocultó bajo la capucha. Entiendo sus motivos, comprendo que la capa física es lo primero que vemos. Ver a alguien «diferente» aumenta la curiosidad, las miradas, los prejuicios e incita a que las personas se alejan.

No se lo he preguntado todavía, pero no dudo que esos hayan sido los motivos para que tomara la drástica decisión de suicidarse.

Me pregunto qué está pensando...

—Gracias por traerme a casa.

Le avergüenza mirarme, siempre que le observo esquiva mis ojos y mira al suelo como un niño siendo reprendido.

—Me queda de paso, así que no hay problema.

Acomoda su capucha.

—Sabes que es de noche y nadie anda en la calle, ¿verdad? ¿Por qué no te quitas esa capucha?

—Hace frío.

—Qué excusa más mala —me quejo entre risas—. Quedarás calvo más pronto de lo que te des cuenta.

Lo escucho jadear con mi comentario.

—Eso es lo que menos me importa. Me siento cómodo con la capucha, nadie puede verme. Por eso la noche me gusta, en ella soy invisible ante todos.

—Lamento decepcionarlo, señor Morgan, pero las personas lo notarán incluso si no lo desea —le digo con el mismo tono que le hablo a los clientes en el trabajo—. Siempre habrá alguien, jamás pasaremos desapercibidos, Thomas.

El silencio surge. ¿He sido demasiado franca?

—A-además no puedes llevar esa capucha en verano —añado para matar el silencio.

Oh Dios, soy un fracaso.

—Las personas siempre tienden a mirarme como si fuera un bicho raro —confiesa.

—Las personas siempre ven raro lo que no están acostumbrados a ver, siempre juzgan lo que no conocen, siempre temen a las cosas nuevas.

—Tienes razón... ¿Estoy siendo muy cerrado?

Deduzco a qué viene su pregunta, y espero no equivocarme con mi respuesta.

—No, es normal sentirse así. Todos tememos ser juzgados, hasta los que dicen que no.

Pasamos por fuera de la construcción del nuevo edificio, donde grandes paneles de madera cierran el perímetro. Pegados a la madera están los afiches de terapias grupales, invitaciones a cursos esotéricos, información sobre una fiesta de disfraces. Un vago pensamiento sobre El fantasma de la ópera viene a mi cabeza.

—Aquí vivo.

Señalo con mi barbilla el oscuro edificio de siete pisos (el último inhabitable por el incendio). Es un edificio viejo y con el incendio pocos desean arrendar una habitación. Yo no puedo huir de mi pasado, tampoco pretendo hacerlo de mis recuerdos, por eso no me he mudado. El dolor no se marchará si me mudo del edificio.

Y no tengo dinero como para hacerlo.

Al llegar en la entrada, nos detenemos. Thomas observa el séptimo piso bajo la oscuridad de la noche.

—De nuevo, gracias por traerme hasta aquí.

Baja su cabeza y lo noto dar medio paso hacia atrás.

—Te lo debo por lo del celular.

—No hay de qué —palmeo su hombro—. Tendría que regresártelo en alguno de nuestros encuentros.

—Sí...

Guardamos silencio mientras pretendemos mirarnos. Es una persecución silenciosa donde busco sus ojos y él huye de los míos. Entre las sombras logro verle el rostro, la marca de la que se avergüenza.

—Bueno, me marcho.

Asiento esperando algo más. Algo que no sé.

—Hablamos luego.

Con una sonrisa que deshace enseguida, se da media vuelta para alejarse lentamente con pasos que no emiten sonido en la desolada calle.

Suelto un resoplido pretendiendo girar hacia la estructura a mi espalda, pero mi nombre dicho por Thomas me detiene.

Lo veo caminar hacia mí, sin la capucha, con paso apresurado y torpe. Siento como algo extraño y ajeno se infla en mi pecho al detenerse frente a mí.

—¿S-sí?

Abre sus labios un momento mientras soy consumida por la desesperación que me provoca saber qué quiere.

—¿Qué pasa? —insisto.

—Por favor, no huyas de mí.

«Por favor, tú no huyas de mí», pienso en respuesta.

Mi pecho quema, pero en lugar de argüir lo ya pensado, opto por una respuesta más reconfortante:

—No huiré a ninguna parte.

Mi última señal ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora