Prólogo

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 PRÓLOGO

MASON

Llevo soñando con entrar a la universidad desde los 14 años.

Llevo 4 años queriendo adelantar el tiempo a toda costa, dándome igual qué otras cosas pudiera perderme en consecuencia, con tal de que este momento llegara cuanto antes. Me siento aliviado de estar aquí, entre estas enormes columnas que parecen interminables y los techos casetonados que me recuerdan las miles de veces que he pasado las horas bajos los de la biblioteca de mi pueblo.

No podría ser de otra forma. Yo no podría haber acabado en otro sitio que no fuera este; es mi puto sino, y lo ha sido siempre.

La facultad de derecho se yergue ante mí personificando mi mayor sueño, mi mayor logro. Si mi madre pudiera verme la cara ahora mismo, estoy seguro de que haría alguna estúpida comparación con como a Nobita le brillan los ojos cuando ve a Shizuka: por alguna razón, encuentra divertido seguir acuñando ese apodo a pesar de que hace años que dejé de parecerme al dichoso niño. Pero en algo sí que tendría que darle la razón y es que, lo que tengo ante mis ojos, bajo mis pies y a todo mi alrededor, es, definitivamente, mi Shizuka.

Avanzo por el pasillo central con el horario en la mano derecha. Presto mucha atención a mi alrededor: al movimiento, a la gente, al mobiliario, la decoración... todo me parece tan sublime, que sé que estoy percibiéndolo con un grado de subjetividad bastante elevado. Sé que no es para tanto, que es una universidad del montón, igual que muchas otras: con su equipo de fútbol, su gente estúpida, su gente repelente y su gente incondicional; con profesores que te van a hacer querer repetir el curso por el placer de escucharlos, y profesores que van a hacer lo posible por hacerte repetir porque les caes mal; con sus más y sus menos, pero es que es que esta universidad representa todo lo que el Mason Dwin de 14 años ha estado soñando cada noche. Y el Mason Dwin de 18, está decidido a hacerle el sueño realidad.

El móvil me vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros pero lo ignoro como un campeón mientras miro de nuevo el papel, asegurándome de que voy en la dirección correcta. Siempre llego con, al menos, media hora de margen antes de la hora acordada, pero he perdido unos diez buscando la secretaría y otros cinco caminando todo lo lento que he podido de edificio a edificio para poder observarlo todo con cautela. Según el papel, el aula queda a la vuelta de la esquina, literalmente, así que, aprovechando que estoy cerca y que mi teléfono vuelve a reclamarme, lo atiendo.

—¿Sí?

—¡Mason, hijo! Hasta que me lo coges, eh... Intenté llamarte varias veces anoche, pero no recibiste mis llamadas.

Claro que las recibí, lo que pasa es que no quería hablar con él, y eso mi padre parece no entenderlo nunca. Dwight Dwin –apreciemos la gracia que tuvo mi abuela al elegirle el nombre– es inteligente solo para lo que le interesa. Igual que todos, en realidad.

Anoche estuve terminando de adaptar mi habitación para mi larguísima estancia y traté de hacer algo de vida social con mis nuevos compañeros de vivienda: un chico bastante agradable de tez oscura y pelo a lo Corbin Bleu en High School Musical que reitera que su mayor pasión es jugar al Monopoly, Carson; otro con una melena rizada y castaña que duerme en la habitación de al lado, caracterizado por ser –y esto lo dijo él con sus propias palabras– un skater bohemio y condenado por los restos por su pasada vida gótica, Jay; por último, Robbert, el perfecto candidato para mejor amigo, moreno y rapado, con sus comentarios escuetos pero con una gracia y desparpajo que te dejan sin tiempo para respirar porque estás ocupado riéndote.

Entonces, no tenía ni ganas ni tiempo para hablar con mi padre, porque escuchar la continua súplica de sus labios me tiene cansado y prefería tumbarme en mi cama individual mirando al techo desnudo y montándome escenarios bastante poco probables de lo que pasaría hoy, que añadir un palito más a la cuenta de las veces que mi padre se ha arrastrado por mí. Eso con mi hermana no lo hacía. Ni lo hace.

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