Capítulo Veintiocho

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CAPÍTULO VEINTIOCHO

MASON

    —Sí, esa era Ivy.

    No termino la pregunta y me quedo con la boca abierta de la impresión. ¿Qué coño está pasando? Parece un reality show, no estoy entendiendo nada. Sin hacer ruido y con una habilidad que admiro, Lantana da pasos hacia atrás sin chocarse con nada, y se sienta en la cama. Me acerco a ella con cautela, me arrodillo a sus pies, y espero a que tenga alguna reacción. Que llore, que grite, que se enfade y quiera reventar la puerta... Algo, pero, que no esté teniendo ninguna, me agobia. Me asusta, porque no lo veo normal.

    —Morgan—La llamo—, haz algo.

    Sigue sin reaccionar a mi voz en un susurro. Lo único que me sale hacer, además de enfadarme yo mismo por los elevados gemidos de la habitación de al lado, es envolver sus manos con las mías. Sus ojos fijos en el suelo, rojos de contener lágrimas, sus labios entreabiertos, y su pecho que cada vez sube y baja más irregularmente. Por fin, Lantana deja caer las lágrimas y deja también caer su cuerpo de la cama, para acabar encogida entre mis brazos y piernas, llorando desconsolada, aunque sin hacer ruido, contra mí.

    Acaricio su pelo, y le digo que no pasa nada, que todo está bien.

    Pero nada está bien. No está bien que ella haya tenido que vivir ese infierno durante el tiempo que haya sido, ni siquiera si solo hubiera sido una vez; ni ella ni nadie se lo merece. Que ese hijo de puta esté ahí al lado, follándose a otra, tan feliz, sin ser víctima de las consecuencias de lo que ha hecho, me parece gravísimo, me parece despreciable, y entiendo que Lantana se ponga así, entiendo que se esté deshaciendo contra mi cuerpo y que me agarre la camiseta con tanta fuerza, porque es entendible que el ver y escuchar que una de tus mejores amigas está de rositas con tu violador, pues no es muy agradable. Y me duele por ella, porque, aunque no siento en totalidad su dolor, siento que su injusticia también es mía, me duele que sufra, me duele que haya sufrido, me duele saber que no puedo cambiarlo.

    —No lo entiendo—dice—. No entiendo qué está pasando—susurra, llorando—. Quiero irme. Quiero irme, Mason, por favor, vámonos.

    Se retuerce entre mis brazos, pero la abrazo más fuerte. Beso su cabeza para calmarla.

    —Primero cálmate, por favor.

    —No quiero calmarme, quiero llamar a Connie y que ella misma vea con sus propios ojos en qué clase de persona está confiando, quiero que me pida perdón, quiero que esos dos se pudran en el infierno y...—De repente se calla, y saca su teléfono con rapidez—La voy a llamar.

    —¿A Connie?—asiente—Lantana, cálmate, por favor.

    Pero no me escucha, se lleva el teléfono a la oreja y se muerde el labio nerviosa.

    No creo que sea del todo buena idea llamar a Connie, porque la que se va a formar se nos puede salir de las manos, y no quiero que nadie acabe esta noche en el calabozo. Claro que quiero que Connie se entere de esto y vea de una vez lo que pasa, pero creo que esto le está costando a Morgan una parte de su mente que le va a costar mucho sanar, por eso quiero evitarlo, en la medida de lo posible.

    —Escucha—dice, pero no a mí, sino al teléfono. Se levanta y se quita el móvil de la oreja, después de unos segundos se lo vuelve a poner—. ¿Has escuchado? ¿No te suenan familiares las voces?—calla un momento mientras escucha a través de la línea—Ven a casa y entra sin hacer ruido, y lo verás.

    Cuelga.

Yo sigo en el suelo y la veo derrumbarse de nuevo. Me levanto corriendo y la sujeto entre mis brazos, me siento en la cama con ella encima, y no me abraza, se encoje con fuerza y llora de forma silenciosa. Morgan, me has dolido más que nadie en mucho menos tiempo del que llevo de vida. Pero eso es querer, supongo, aguantar a alguien mientras llora y llora, y no sabe hacer nada más que llorar. No me arrepiento de querer a Morgan, me alegro de estar aquí con ella y poder darle el apoyo que necesita, poder aguantarla, porque ella sola no puede. Se queja en voz baja, se dobla sobre su estómago, se muerde los labios muy fuerte, abriéndose heridas de las que brota sangre, pero que no parece ni notar. Aprieta los puños con fuerza, se los muerde, y veo que se aguanta los gritos porque no quiere que nadie sepa que estamos aquí. Esconde su cabeza en mi pecho, y bufa, y se queja otra vez, y llora. No sé cuánto tiempo está así, cuánto tiempo me duele el pecho de la angustia, y cuántos hilos de lágrimas derramo yo también. Llora tan desconsoladamente, que de verdad me creo que no tiene consuelo, que no va a haber nada que la haga dejar de llorar, que no va a dejar de sacar su alma en llanto nunca...

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