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12. Linda mascota

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Faltaba poco para que el sol despejara la oscuridad del cielo. Abandoné la cama con torpeza, acomodando mi vestido delgado de seda mientras me dirigía hacia la ventana. La fina tela no me protegía del frío de la madrugada, recogí una bata blanca lo suficientemente gruesa para no dejarme congelar.

A veces mis desvelos se convertían en pesadillas, era increíble lo traicionero que podían volverse los pensamientos en momentos de desconsuelo. Cuando vivía en la casa de mi padre, casi no me preocupaba por nimiedades o con las cosas en las que debía pensar ahora, siempre tenía algo que hacer u obligaciones a atender. Aquí podía ser libre y esa libertada de cierta forma me aterraba. Esa libertad era a la vez un martirio.

Anoche tampoco pude dormir bien, culpaba al hombre que embelesaba mi mente con palabras bonitas, con sus risas y halagos. No debía dejarme llevar, lo sabía, pero alguien en mi situación podía fácilmente ceder como una mosca podía caer ante un tarro de miel; tan dulce, exquisita, pero muy pegajosa.

No necesitaba que me recordasen cuan miserable era la situación o lo fácil que parecía ser al dejarme engatusar de ese modo. No debía ni podía, pero quería hacerlo, mis deseos sucumbirían ante la obligación y el deber.

Enrollé un mechón de cabello alrededor de uno de mis dedos, pensando en cómo él había dicho que mi cabello le resultaba hermoso y nostálgico o que debía llevarlo suelto con flores sobre ella. Me había dicho que mis ojos eran preciosos, como dos gemas incrustadas en los cuencos de mi cabeza, pero que también le faltaban brillo.

—Algún día conseguiré que sonría para mí. —Me había dicho, sonriendo.

Cuando el sol comenzó a entreverse a través de los árboles y las montañas, disipando la niebla que envolvía los alrededores del castillo, mis doncellas entraron indiferentes a mi habitación. Con sus vestidos de una pieza, acortados en los tobillos y en el antebrazo, se mostraban con tanto orgullo que sentía que la moza era yo y no ellas. Todas prosiguieron a hacer sus rutinas diarias, ignorando mi presencia tanto como podían.

Una vez que me arreglaron, dos de ellas me acompañaron hacia la sala principal donde se hallaba también el comedor. Desayuné en silencio, no podía decir que saboreaba el gran banquete cuando apenas si comía algo ante las miradas furiosas que los presentes me dirigían. Unos chasqueaban la lengua, otros gruñían, algunos se levantaron de sus sillas para comer a otro lugar, y también quienes simplemente me ignoraban.

Comencé a buscar con la mirada, deseando encontrar a Sauto o al extraño entre los presentes, pero me decepcioné al descubrir que ninguno estaba.

El desayuno transcurrió tan incómodo y bastante molesto, una vez que lavé mis dientes, le pregunté a una de mis doncellas si podían acompañarme a dar un recorrido por el castillo; para mi sorpresa, tan solo me miraron mal y dijeron, al unísono, que tanto tenían ya al ocuparse de mis necesidades como para soportar acompañarme a todos los lugares.

Soltando un suspiro, decidí ir sola. Atravesé la entrada principal y llegué al jardín delantero, donde las piedras bajo mis pies comenzaron a hacer un leve ruido a cada paso. El zumbido del viento, el murmullo de los árboles al mecerse de un lado a otro y el canto de los pájaros me resultaron reconfortantes y bonito.

Me encaminé hacia el lugar donde solía ver al extraño leer un libro, con la esperanza de hallarlo. No sabía que decirle si lo viera, pero seguro él sabría cómo comenzar una plática amena.

Pero no estaba.

En su lugar, un niño de cabellos blancos y, por su mano descubierta, noté que su piel era morena, que jugaba con un pequeño zorrito.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora