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La reunión fue, cuanto menos, extravagante.

Nunca había visto una cena de negocios tan florida: camareros repartiendo canapés – e incluso casi llegándotelos a meter en la boca si te negabas –, señoras vestidas con elegantes y delicados trajes de noche y sus respectivos maridos ataviados con los esmóquines más caros del mercado.

Todos tenían dos cosas en común: mucho dinero y cara de amargura.

Incluso John Miller, que se encontraba hablando con uno de los invitados, comenzaba a presentar aquel turquesa intenso en sus ojos, indicativo de que sus niveles de estrés se elevaban por momentos.

Procuré estar pendiente de él, por si necesitaba algo… Mientras tanto, me decidí desplazarme por aquel lujoso salón en busca de algo para comer que estuviese libre de caviar y de las diversas salsas extrañas que sorprendentemente todos calificaban como delicatessen.

Nos encontrábamos en una mansión, de esas en las que los magnates veranean con sus esposas, sus amantes, y los amantes de aquellas… Poca fidelidad conyugal se observaba en las “altas esferas”.

Fue la única explicación que encontré al por qué una casa, perteneciente a un matrimonio sin hijos, contaba con más de diez habitaciones.

Cierto es que el dinero ayuda a vivir en una casa amplia y con espacio, pero… ¿Diez habitaciones?

Aquellas eran mis reflexiones cuando dos mujeres que rondarían los cuarenta y cinco años, muy arregladas y sonrientes se acercaron a mí, dispuestas a saludarme.

Las había visto charlar antes con John. Como vampiresas. Sonrientes y muy cariñosas con los hombres allí presentes.

El resto de mujeres solían estar cerca de sus maridos o hablaban con más tranquilidad, su escote no era tan atrevido.

Debían de ser aquellas dos las solteras – divorciadas – busconas, de la noche.

“Relájate, Praxton”, me dije a mí misma.

Lo cierto es que yo estaba arremetiendo mentalmente contra todo y todos. No había nada que no me pareciese mal aquella noche. La comida porque era cara – y además no me gustaba–, los vestidos porque me parecían todos un derroche absoluto de dinero y las conversaciones, que viraban entre lo acalorado del negocio y lo superfluo de las liposucciones y por tanto, no me veía capacitada para participar en ninguna de ellas.

Suspiré. Aquello no era mi mundo. Me sentía como un pez fuera del agua, por eso intentaba sacarle pegas a todo.

“Iré al infierno, por criticona”, pensé arrepentida.

La música fue lo más extraordinario de la reunión… Yo pensé que nos encontraríamos con la típica orquesta que toca los clásicos, al igual que en las películas antiguas en blanco y negro cuyos argumentos transcurrían en palacios y mansiones, representativos de la alta sociedad… Siempre salían grupos musicales cultos y selectos, con sus violonchelos, sus contrabajos…

Ni siquiera se parecía en eso.

Habían traído a una especie de monje – o alguien que fingía serlo – que iba vestido con una túnica naranja, dejando la mitad de su cuerpo al aire, el cual se encontraba sentado con las piernas cruzadas sobre una tarima, rodeado por un gong y dos bailarinas de danza del vientre.

Él simplemente recitaba mantras (o eso me habían dicho que era) y las bailarinas se dedicaban a alegrarle el panorama a los hombres allí presentes.

Un despropósito. Un despropósito que pretendía parecer New Age y que a mí se me hacía más a RidiculAge.

Los monjes del Himalaya no se merecían aquella nefasta propaganda.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora