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– ¿¡Vas a ir a patinar sobre hielo sin mí, Sarah!? – gritó Rachel al borde de las lágrimas.

Lo cierto era que en las navidades anteriores, Molly y yo nos las habíamos arreglado para llevar a mi hermana a patinar a una de las enormes pistas heladas que se suelen habilitar en el centro de la ciudad durante los meses más fríos del año.

Fuimos varias veces y, poco a poco, Rachel aprendió a mantenerse sobre las cuchillas y a desplazarse por el deslizante hielo a una velocidad moderada. Lo consideramos un triunfo.

Un triunfo, más que nada, porque Rachel disfrutaba como si no hubiera un mañana cada vez que la llevábamos.

Y ahora, me había escuchado mientras hablaba con Molly y le contaba la idea de John, de ir a patinar con su hija Carla y conmigo, en lugar de dar la clase de francés que teníamos programada para aquella tarde.

–      ¡Por favor Sarah llévame! – gritaba mi hermana fuera de sí.

Me abrazó con fuerza y empezó a llorar. Molly la observó con una gran tristeza.

Yo le acaricié la cabeza y recogí su pelo con mis manos. Era negro y suave. Rachel me miró, con los ojos enrojecidos.

Y, entonces, reflexioné.

Para cualquier otra persona, otro niño normal, con un colegio, amigos, deberes, televisión y ordenador, acompañar a su hermano mayor a patinar sobre hielo no hubiese sido algo muy trascendente.

Para Rachel, cuyo mayor entretenimiento consistía en hacer pasteles con Molly y que no tenía un colegio al que ir, ni amigos, ni disfrutaba de la televisión igual que los niños normales, ir a patinar significaba un mundo de posibilidades, sensaciones nuevas, sentirse integrada y ver gente.

Para ella, lo era todo. Y John iba a tener que entenderlo.

Contuve una lágrima.

–      Está bien, vístete y asegúrate de ponerte unos calcetines bien gordos y de coger tus guantes del segundo cajón – le dije seriamente para después sonreír.

Mi hermana me observó con ilusión, incrédula. Después de su disgusto, no se creía lo que estaba escuchando.

Ya me había dado cuenta hacía algún tiempo, de que Rachel lo vivía todo con muchísima intensidad, cualquier cosa la transformaba en un mundo de importancia.

Me pregunté si realmente no estaba ella más acertada que el resto de nosotros “los que no nos pasaba nada y estábamos sanos”, quienes le quitábamos constantemente la importancia a todo, con tal de no enfrentarnos a ello.

–      ¿A John no le importará que vayas con tu hermana? – me preguntó Molly en voz baja para que Rachel no nos escuchara.

Fui consciente de aquello, pero llegué a la conclusión de que John, debido a su madurez e inteligencia – que se supone debe tener un hombre de cuarenta y nueve años –, sería capaz de comprender que una niña como Rachel quisiera pasar una tarde patinando. Al menos, mi jefe sería más capaz de entender aquello que Rachel de comprender que la dejara de lado para ir a patinar con otras personas.

Aunque dudé. ¿Y si John se enfadaba? “Entonces se equivocó al besarme”, pensé después. Después me sorprendí a mí misma al fantasear con tener un encuentro a solas con él. “Ya llegará el momento”, me dije aún sin ser consciente de lo que estaba pensando.

–      Si se enfada, tendrá dos trabajos: enfadarse y desenfadarse – le respondí a Molly.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora