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El fin de semana fue tranquilo. Como Molly se había quedado a dormir el viernes, desayunó el sábado conmigo y con Rachel.

Mi hermana metía las galletas en la leche y después las dejaba encima de un platito que le solíamos poner junto a la taza. Le gustaba mojar varias galletas y apilarlas unas encima de otras para después comérselas con la cuchara.

Mientras ella estaba concentrada, Molly me preguntó con interés cómo había ido la cena. Le conté los pormenores de la decoración y la conversación con Liz.

Ella estalló en carcajadas cuando le conté el episodio de John y el panecillo con mermelada.

–      Pobre de tu jefe, lo matarás de un infarto algún día – me advirtió ella –. Aunque yo diría que te busca. De algún modo disfruta al hacerte estallar.

–      Me dijo que iba a engordar. Lo hizo a propósito. Sabía que le respondería.

Molly se divertía.

Después le pregunté por su padre. Al parecer se recuperaba deprisa y estaba muy animado.

–      Es un hombre fuerte y tiene ganas de vivir – dijo ella con tono alegre.

Molly no tenía novio. Me contó que durante la adolescencia había tonteado con un chico pero sin llegar a nada serio, ni formal. Fue nada más que eso: un romance adolescente sin especial trascendencia.

Yo le preguntaba que por qué no se animaba a empezar una relación con alguien de su edad, ella tenía su grupo de amigos en la ciudad y parecía contenta con la vida que llevaba. Además era joven y guapa.

Molly solía responder que no quería conformarse con una relación que no la llenara. Sus palabras exactas fueron: “no voy a tener novio sólo para poder decir que tengo novio, y que así mis amigas no puedan sentirse superiores a mí”.

Encontré aquella frase original.

Según ella, había gente que con tal de no estar sola o de que “no se le pasara el arroz”, terminaban por juntarse con la primera persona que estaba a su alcance sin preguntarse si ambos eran compatibles y qué posibilidades de llevar una vida plena juntos tenían.

Molly decía que en cuanto encontrase al hombre de su vida, lo sabría. Ella era partidaria de no forzar los acontecimientos. Prefería que el amor surgiera de modo natural, que estuviera basado en el alma y no en el físico.

“No entiendo a la gente que busca sólo sexo”, decía ella, “el sexo no sirve de nada si no hay amor… Es destructivo”.

Las reflexiones de Molly me parecían muy peculiares para pertenecer a una chica tan joven. Sin embargo, algo de verdad habitaba en ellas.

Después de tomarse su café con leche de soja, Molly se despidió de mí el sábado.

Aquel fin de semana transcurrió con toda la normalidad posible.

Incluso llevé a Rachel al cine a ver la película de Frozen. Cuando ésta acabó, mi hermana me preguntó si Elsa sería capaz de hacer un elefante congelado que pudiera moverse. Me hizo reír. Y por supuesto, le dije que sí.

Por desgracia, llegó el domingo por la noche.

Rachel se había dormido en su cama y yo me revolvía bajo mis sábanas. No sabía qué era lo que más temía: si ver a John el lunes por la mañana, o enfrentarme a Carla el lunes por la tarde.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora