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Una hora después, Molly ya había regresado, trayendo con ella un pijama para cada una, un termo con chocolate y dos novelas: una de misterio que yo había dejado a medio terminar en mi mesilla y otra romántica que Molly estaba a punto de finiquitar.

Pasaríamos una agradable velada de hospital, compartiendo el sofá de visitas y vigilando a Rachel atentamente.

John quiso quedarse también para acompañarme, pero no se lo permití.

Salimos al pasillo, donde él me abrazó con intensidad para despedirse.

–      Mañana le darán el alta… A lo mejor llego una hora tarde a la oficina, pero intentaré no tardar – le avisé –. Tú debes marcharte ya, mañana madrugas… Y aquí está todo solucionado.

Sonreí, algo más tranquila. Él negó con la cabeza. Sus ojos azules, tan expresivos y exigentes me dieron a entender lo que pensaba antes de que lo dijera:

–      No quiero verte mañana en la oficina. Es mejor que descanses y cuides de Rachel… Por si acaso le vuelve a ocurrir otra vez – respondió John con tono cauteloso y autoritario –. Avísame cuando estéis en casa, iré a verte.

Y dicho esto, me atrajo hacia sí y me besó la frente con dulzura. Cerré los ojos, sintiendo como su olor corporal y su calor me inundaban.

Después apoyé mi cabeza sobre su hombro y él me rodeó con sus brazos. Descubrí, en aquellos momentos, a un John sereno y pausado que me había ayudado a guardar la calma como jamás antes nadie lo hubiese hecho.

–      Gracias – susurré.

Entonces me pregunté, como había sido capaz en tres años de no fijarme en el hombre que ahora me abrazaba. Lo cierto era que le había observado con objetividad, con la intención de conocerle mejor para que así fuese más fácil trabajar con él.

Pero nunca le había mirado ni me había preguntado cuánto amor sería capaz de darme un hombre como él, tan responsable, ordenado, trabajador… Y también algo melancólico.

Me besó los labios fugazmente y tras una sonrisa y una caricia, se marchó.

Entonces, durante aquella noche, en compañía de Molly, un libro y el chocolate, estuve reflexionando acerca de qué podía haber visto John en una mujer como yo.

Pensé en todas las fiestas y reuniones, y demás eventos a los que él estaba acostumbrado a acudir y también recordé a todas las mujeres que yo le había visto llevar de acompañantes. Todas sofisticadas, elegantes, delgadas, rubias y físicamente envidiables. “Quizá huecas, algunas” añadió mi malintencionado subconsciente.

A los demás hombres también les había visto llevar mujeres muy guapas y bien arregladas. Todas parecían relajadas y felices, como si sus vidas fueran un colmo de facilidades.

–      Pareces preocupada – me dijo Molly pasadas unas horas –. ¿En qué piensas?

Ambas nos encontrábamos recostadas en el sofá, cada una en un extremo y teníamos un acuerdo silencioso en el cual yo ponía las piernas por fuera y ella por dentro.

Las paredes blancas sólo acogían la tenue luminosidad de una pequeña bombilla que había a modo de lamparita de noche en el alféizar de la ventana y que nos alumbraba a Molly a mí mientras leíamos y bebíamos cada una de nuestra taza de chocolate caliente.

Rachel aún dormía. Calculé que debían de ser las dos de la madrugada y el efecto del sedante todavía la mantenía sumida en un profundo sueño.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora