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Quedaban veinte minutos para que Carla terminase de hacer el examen. Aquella tarde, John y yo la habíamos acompañado al pabellón donde se llevaría a cabo el ejercicio. Tuvo que entrar ella sola acompañada de su carnet de identidad y un bolígrafo.

El examen constaba de dos apartados: uno escrito que a duras penas contaba el diez por ciento del total, y otro de carácter oral, de la cual dependía el noventa por ciento de la nota.

Carla le dio un gran abrazo a su padre antes de desaparecer entre las paredes de ladrillo de aquel imponente edificio. Después me dio un beso en la mejilla y yo le deseé suerte.

Estaba segura de que se había preparado bien y en ningún momento dudé de que fuese sobradamente capaz de aprobar el examen – incluso con buena nota –. Pero a pesar de todo, ella estaba nerviosa y lo había estado manifestando unos días antes volviéndose más callada y retraída de lo habitual.

Me senté en uno de los bancos de madera que había cerca de la puerta principal del pabellón. John se sentó junto a mí.

–      ¿De verdad quieres que tu hija se vaya a Francia a estudiar? – le pregunté.

Él negó con la cabeza. Pude percibir una pizca de tristeza en aquel gesto: en su manera de entornar los párpados y de fruncir sus labios levemente.

–      Pero necesita una buena formación… Conocer el mundo y valerse por sí misma – argumentó.

–      Puede aprender a hacerlo sin salir del país… Le basta con ir a una residencia universitaria.

–      Pero no tendría que cambiar de idioma y estaría aún en su ambiente. Quiero que aprenda a adaptarse, como hice yo cuando mis padres me enviaron a estudiar a Cambridge con dieciocho años.

–      Pero… ¿Y si ella no quiere irse? – teoricé –. Ahora que os lleváis mejor… Tal vez no quiera alejarse de ti.

John me miró y descubrí que el azul de sus ojos comenzaba a adquirir el peligroso tono turquesa.

–      Escucha Sarah, en la vida, en ocasiones hay que sufrir para conseguir lo que se quiere.

Solté una carcajada de sarcasmo. Y después le miré inquisitivamente.

–      ¿Eso me lo estás diciendo a mí? – pregunté con un tono amenazante.

–      Carla estudiará en París, es todo – zanjó él.

Lo que John no sabía era que su hija me había confesado unos días antes que no quería marcharse de su casa. Antes lo había visto como un modo de escapar de su vida solitaria y de la amargura, pero ahora, estando enamorada de aquel chico, y habiendo retomado su relación con su padre, prefería continuar estudiando en su hogar.

O al menos, en su país.

Yo le había prometido a Carla que haría todo lo que estuviera en mi mano para hacerle cambiar de idea a su padre, pero le pedí que no suspendiera el examen, pues además de ir a una universidad francesa, también podía abrirle otras puertas profesionales y académicas.

Además, no ganaría nada suspendiendo a propósito, porque yo estaba segura de que John le obligaría a presentarse al año siguiente.

–      Carla quiere estudiar diseño y moda… No es una carrera con grandes salidas, pero tendrá más oportunidades profesionales si va a París… Además aprenderá francés y conocerá lo que significa la palabra esfuerzo – reflexionó John en voz alta.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora