Capítulo 1

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-iCreo que ya llega! iHe oído un coche! -Los ojos azules de Annie Brighton relucían con anticipación y salió corriendo de la habitación para ir a recibir a su amiga.

Neil no la siguió. No le hacía ninguna gracia que una niña desconocida interrumpiera lo que hasta ahora estaban siendo las mejores vacaciones de verano que había pasado en su vida.

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Cuando su padre le dijo que iba a pasar las vacaciones sin su hermana Eliza en la finca que un amigo suyo tenía en la localidad de Windermere, a dos horas en tren de Londres, había protestado, furioso. No quería irse de Chicago; sus mejores amigos habían suspendido también un montón de asignaturas por lo que, una vez más, ese año se habían quedado sin veraneo. Habían hecho un sin fin de planes -que por supuesto no pensaba contarle- para pasar aquellos días de agosto.

Por lo general, en cuanto alzaba la voz sus padres cedían, incapaces de enfrentarse a él, Neil había nacido como hijo primogénito y no comprendían cómo dos personas tan pacíficas como ellos habían podido tener un hijo tan rebelde-, pero en esta ocasión el señor Raymond Leagan se mantuvo firme. No estaba dispuesto, dijo, a que su hijo se convirtiera en un delincuente juvenil.

Así que dos días después enfilaban en barco a la ruta de Inglaterra con destino final en la finca perteneciente al Distrito de los Lagos y su padre los depositaba, a él y a su maleta, frente a una preciosa casona de piedra con la fachada semicubierta por exuberante vegetación virgen, donde un hombre de pelo entrecano, no muy alto, les aguardaba.

El hombre saludó a su padre con efusividad antes de volverse hacia él con la mano tendida.

-Hola Neil, soy Louis Brighton, amigo de tu padre de toda la vida-. Neil le estrechó la mano con cara de pocos amigos, pero el brillo peculiar de aquellos ojos dorados le hizo comprender que aquel tipo no se dejaría avasallar así como así.

-Y esta señorita que se esconde detrás de mí es mi hija Annie; tiene diez años y estará encantada de enseñarte todo esto.

Los ojos del muchacho repararon entonces en la niña que lo miraba con curiosidad pegada a la pierna de su anfitrión. Era muy menuda; su melena negra le caía suelta a la altura de los hombros y tenía unos enormes ojos azules. Le sonrió con dulzura y, aunque él no se dignó a devolverle la sonrisa, tuvo que aceptar a regañadientes que para ser una niña no estaba tan mal.

-Ven, Neil, te enseñaré la casa. Puedes elegir el cuarto que quieras.-

Sin dejarse impresionar por su gesto hosco, la niña lo agarró de la mano y lo arrastró hacia el interior con entusiasmo.

Había pasado más de una quincena desde entonces y Neil no recordaba haberse sentido tan feliz en mucho tiempo. No estaba acostumbrado al campo; siempre había vivido junto con su hermana y sus padres en su mansión en Chicago y en verano solían pasar el mes de agosto en la Florida, pero, en cuanto vio las extensas dehesas con sus encinas centenarias, se enamoró en el acto de aquel paisaje idílico.

La finca era de caza mayor y el padre de Annie, sin hacer el menor caso de su actitud hostil, le había obligado a madrugar para acompañar al guarda a alimentar a los animales. También le había enseñado a cargar una escopeta y a disparar y lo mejor de todo, le había dejado cobrarse su primera pieza: una hembra de corzo con la pata rota a la que se habían visto obligados a sacrificar y que, a pesar de que no resultó un tiro dificil, le había hecho descubrir la pasión por la caza.

Annie jamás les acompañaba en sus correrías. A pesar de los esfuerzos de su padre por compartir con ella su afición, la niña tenía un corazón demasiado tierno, por eso, cuando había alguna montería, el sr. Brighton tenía buen cuidado de que no viera las piezas abatidas; era consciente de que, en más de una ocasión, las amargas lágrimas que derramaba su hija junto a los cuerpos dispuestos en hilera de los animales muertos le habían aguado la fiesta a más de un cazador.

ODIO A PRIMERA VISTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora