Capitulo 6

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La voz del piloto, que acababa de anunciar en ruso que aterrizarían en el aeropuerto de Petropávlovsk en cinco minutos, hizo que abriera los párpados. Neil echó una ojeada a su reloj de pulsera; llevaban más de dieciséis horas viajando. Tras hacer escala en Moscú, habían abordado un vuelo doméstico para trasladarse al centro administrativo del Krai de Kamchatka.

Notó que una de sus largas piernas se le había dormido y trató de estirarla un poco, pero fue misión imposible. La blancuzca putrefacta tenía razón, la muy bruja; aquellos asientos eran como los de las Pin y Pon -gracias a Katy, la hija de Annie, estaba familiarizado con todas las muñecas que anunciaban en la televisión,- y tendría suerte si no se le formaba un trombo del tamaño de una albóndiga y palmaba en el acto.

A pesar de que había simulado dormir para que Susan desistiera en su terco empeño de trabar conversación con él, apenas había pegado el ojo durante el largo trayecto. Annie se burlaba de él a menudo, llamándole arisco y antisocial, y tenía razón; odiaba la cháchara. A las únicas personas a las que podía escuchar durante horas y horas sin cansarse eran a Annie, a Katy y, por supuesto, a Candy. Además, como las tres lo conocían de sobra, no esperaban de él más que una respuesta o comentario ocasional y la mayoría de las veces, les bastaba con un simple gruñido. En cambio, aquella rubia parecía dispuesta a averiguar hasta el año en que se le cayó su último diente de leche y saltaba a la vista que esperaba que le contestara a todas y a cada una de sus preguntas con frases de más de tres palabras.

La miró de reojo; su compañera de asiento seguía inmersa en uno de esos juegos llenos de caramelos de colores que podías descargar en el móvil. Debía reconocer que resultaba muy atractiva ―con ese largo pelo rubio, las curvas sensuales y los felinos ojos azules― y que lo sería aún más si no frunciera tan a menudo los labios con ese característico gesto de desagrado, pero no podía compararse ni de lejos con Candy.

En realidad, nadie podía compararse con Candy, la mujer ―más bien la niña― que lo había noqueado desde el preciso instante en que posó sus ojos en ella.

―Ya vamos a aterrizar.-

Al oírlo, Susan apagó el teléfono en el acto y, de paso, se ajustó un poco más el cinturón de seguridad. Por fortuna, parecía que los aterrizajes no eran lo suyo, así que permaneció en silencio, con las manos aferradas a los brazos del asiento, durante toda la maniobra de aproximación. Algo que Neil agradeció de corazón, pues así podía aprovechar para recapitular sobre los puntos principales del peliagudo asunto que había ocupado sus pensamientos durante todo el viaje: Candy.

Candy, clavo y canela, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Can―dy....

Sí, sabía que había mezclado un par de novelas, pero siempre que pensaba en ella le venía a la mente la misma cantinela. Candy, su amada de ojos de canica, su blancuzca putrefacta, su araña patas largas, su puercoespín, la belleza élfica de cabellos de sol... ¡La descerebrada sin remedio que, una vez más, la había vuelto a fastidiar!.

¿Pero dónde elegía aquella desesperante rubia a esos novios que se echaba? Había calado al tal Terry Grandchester casi desde el principio; su escasa afición a las conversaciones vacías le dejaba mucho tiempo libre para observar a los demás y analizar sus motivaciones.

¿Podía saberse qué demonios había visto en ese tipo aquella cabeza hueca? Aunque, parafraseando a otra conocida escritora, era una verdad universalmente aceptada que todo soltero en posesión de una buena figura, un rostro atractivo y una cuenta saneada en el banco hacía que la mayoría de las mujeres cayera desmayada a sus pies. Hasta Susan, que no había parado de tirarle los tejos desde que el avión despegó en Nueva York, parecía estar enamoriscada de aquel famosillo engreído.

ODIO A PRIMERA VISTAWhere stories live. Discover now