Capítulo 5

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Un año después...

Una vez más, Candy revisó que el pasaporte y la tarjeta de embarque estuvieran en su sitio. Estaba nerviosa como siempre que volaba, a pesar de que durante su adolescencia había viajado muy a menudo, sin embargo, era consciente de que no era solo el avión lo que la tenía angustiada.

Cuando Terry le pidió que le acompañara a aquel viaje imprevisto (Candy tendía a considerar «imprevisto» cualquier asunto que no hubiera apuntado en la agenda con, al menos, tres meses de antelación) para realizar un documental sobre el Ursus arctos beringianus -y le aclaró que aquello no era una práctica sexual exótica, sino que se refería al oso de Kamchatka-, al principio se había negado en redondo. Se conocía lo suficiente para saber que para una urbanita convencida como ella, que además llevaba muy mal cualquier cosa que se saliera demasiado de su rutina diaria, perseguir cámara en ristre a un oso por esas estepas de Dios, durmiendo en tiendas de campaña y sin un mal wc de emergencias a mano no era, lo que se decía, su plan ideal.

Sin embargo, Terry había insistido tanto: que si era una oportunidad única para conocerse mejor (a pesar de que apenas llevaban dos meses saliendo y ni siquiera se habían acostado juntos aún, ya le había lanzado un par de indirectas muy directas del tipo: ¿qué opinas del matrimonio?, ¿boda civil o religiosa?, ¿vestido de princesa en Los Jerónimos o ibicenco en alguna playa de Hawai?); que si ese tipo de viajes eran los que hacían que te encontraras a ti mismo (lo que Candy pensó que le vendría bastante bien, pues, desde la boda de Annie, sentía que le faltaba algo a lo que no era capaz de dar nombre, aunque rogaba a Dios que ese nombre que se le escapaba no fuera el de «envidia cochina» al ver lo feliz que parecía su amiga con Raff); que si era una aventura que contarían a sus nietos frente a la chimenea cuando fueran unos abuelitos venerables...; en resumen, se había puesto tan pesadito que al final había acabado por ceder en contra de su buen juicio.

A lo mejor Terry tenía razón, se dijo, puede que fuera una oportunidad magnífica para conocerse, para dejarse llevar y vivir una vida más loca. De hecho, había decidido que aquel viaje sería una oportunidad inmejorable para hacer el amor con él por primera vez. Llevaba muchos meses -años, para ser exactos- sin hacerlo con ningún hombre. Después de la noche de tormenta en la casita de juegos de la sierra en la que perdió su virginidad se había acostado con muchos, desesperada por encontrar eso que había perdido nada más descubrirlo.

A pesar de que por sus brazos habían pasado todo tipo de amantes: de los buenos, de los regulares y de los rematadamente torpes, jamás había vuelto a sentir la compenetración perfecta de cuerpos y almas que experimentó durante aquella noche inolvidable. Al final se había cansado de buscar y, aunque seguía saliendo con muchos hombres, por lo general le bastaba con unos cuantos besos para descartarlos en el acto como posibles compañeros de cama.

Sí, se había vuelto una experta en besos y debía reconocer que los de Terry prometían: ni muy salvajes, de esos que te dejaban al borde de sufrir un caso grave de hipoxia; ni muy sosos, aquellos que te permitían ir haciendo una lista mental de la compra del mes; con el toque justo de lengua y el intercambio preciso de fluidos (había habido más de uno, en especial años atrás, que le había dejado las mejillas como si las hubiera lamido una vaca).

Cierto que su nuevo novio no era un tipo especialmente brillante, pero, cuando se olvidaba de su imagen pública y se relajaba un poco, resultaba divertido y encantador, dos cualidades que ella siempre había valorado más que cualquier máster en una escuela de negocios. En fin, para hacerlo corto: había pensado que Terry Grandchester, estrella ascendente de la televisión, tenía muchas posibilidades de convertirse en algo serio y por eso había accedido a embarcarse en aquella empresa descabellada.

Y allí estaba ella ahora, histérica perdida, revisando una y otra vez las listas que había elaborado con los gadgets, los must y los «por narices» imprescindibles para una odisea como aquella, en vez de estar en su decrépito despacho cerca de los juzgados de Chicago, oyendo la triste historia de la infancia -que le había abocado al crimen sin remedio- de un carterista al que habían pillado haciendo de las suyas por millonésima octava vez en el metro o escuchando la milmillonésima excusa de una pobre mujer sin recursos, tratando de justificar por qué retiraba la denuncia al pedazo de animal que había estado a punto de mandarla al otro barrio tras la última paliza.

ODIO A PRIMERA VISTADonde viven las historias. Descúbrelo ahora