II. El pequeño campesino solitario

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"Está solo y no hay nadie en el espejo."

—Jorge Luis Borges


Con los primeros rayos del sol colándose por la ventana y el sonido de las gallinas aleteando, cacareando y haciendo ruido en sus jaulas, supo que ya era hora de despertar. El reloj viejo que estaba a un lado de su cama, sobre una mesita de noche despintada, marcaba las 6:55 am. Hora de iniciar las labores.

Se quitó la manta de franela con la que se cubría para poder levantarse de la cama, estando de pie, estiró todo su cuerpo dejando salir bostezos y quejidos. Entró al pequeño cuarto de baño que estaba dentro de su "habitación" y realizó su ritual matutino: se duchó, lavó sus dientes y examinó su rostro. Esto último lo hacía pocas veces, pero en esta ocasión algo lo hizo detenerse a mirarse. Ya no era el niño que solía jugar cerca de los campos de arroz. Ahora era un hombre. Bueno, tenía 15 años, pero en la pequeña comunidad, ya se le consideraba como apto para ayudar en el campo, y eso le confería el estatus de "adulto".

Miro los rasgos de su rostro, las pecas que adornaban el tono tostado de sus mejillas, los ojos caídos pero expresivos y la forma de su nariz. No era el rostro de un niño.

No era débil físicamente, sin embargo, en su cuerpo no se habían desarrollado músculos, sólo se le habían torneado las piernas y los brazos, producto de la pubertad y el trabajo. El pecho no se le había marcado, y el abdomen lo tenía plano. A primera vista, daba la impresión de ser un muchacho escuálido que no sería capaz de soportar las duras jornadas en el campo, pero Tadashi siempre demostraba su capacidad para el trabajo rudo.

Cuando terminó de examinarse, salió del baño al cuarto. Desnudo, buscó ropa interior en su pequeño armario improvisado con tablas y una cortina. Después eligió su overol para las labores del día y una camisa marrón de mangas cortas.

Su habitación en realidad era el cobertizo de la casa. En otros tiempos, lo usaban para almacenar herramientas de trabajo, sin embargo, cuando empezó a pedir privacidad a los 13 años, su padre (y el mismo Tadashi) acondicionaron el cobertizo para poder tener ahí su pequeño pedazo de mundo.

Tal vez no era grande, pero era cómodo y le daba la privacidad que necesitaba. Además, construyeron un pequeño cuarto de baño anexo al cobertizo, así que tenía todo lo necesario.

Abrió la puerta hecha con tablas de su pequeño cuarto y tomó una cubeta con alimento para las gallinas. Antes de entrar a la casa, les llenó el comedero. El clima en el exterior estaba como siempre, en un perfecto balance templado. Atravesó el patio que separaba su cuarto de la casa y entró por la puerta de la cocina.

—Buenos días. —su padre ya estaba leyendo el periódico. Su madre estaba sentada en la mesa, desayunando huevos estrellados.

—Qué bueno que despiertas. Tu desayuno está listo. —su madre le señaló una silla vacía en la mesa, había frente a ella otro plato con huevos estrellados, jugo de naranja y dos tostadas.

—Muchas gracias. —se sentó y comenzó a desayunar, observó a su padre de reojo. —¿Cuáles son las tareas del día?

—Hoy vamos a revisar la siembra de arroz, el próximo mes debemos cosechar. El señor Takeuchi quiere que le ayudes a reparar su tractor, dice que está haciendo el mismo ruido de la vez pasada. Y su señora esposa necesita que le ayudes con sus vacas, por alguna razón no quieren dar leche. Tú tienes buen tacto con los animales, estoy seguro de que le puedes ser de ayuda. —su padre le dijo mientras terminaba de desayunar y se ponía de pie. —Se nos está haciendo tarde, vámonos.

Terminó su desayuno y junto con su padre, salieron de la casa.

Los rayos del sol ya estaban asomando e iluminando los rincones del pequeño poblado de Nakashozenji. No era un poblado grande, había si acaso 50 habitantes (y cada año, el número disminuía). Era una comunidad esencialmente campesina que se encontraba incomunicada del resto del mundo. Un pequeño pueblo especializado en la agricultura y la ganadería.

Al norte, estaba Jogamine, una montaña que no era muy frecuentada por los turistas. Al sur, se encontraba Hachigamine, en una situación más o menos similar. La ciudad más cercana estaba a 3 horas en automóvil. Por Nakashozenji pasaba solo un camino pavimentado. No había líneas o estaciones del tren. El tramo de carretera (si es que se le podía llamar así) atravesaba el pueblo y, de hecho, terminaba ahí. De vuelta, el camino atravesaba el lago Shozenji, después de una hora se encausaba a la autopista Hokuriku y, de ahí, era otra hora hasta Joetsu, la ciudad más próxima.

El poblado se encontraba entre dos colinas y estaba rodeado por bosques enormes, sin explorar. Una de las actividades favoritas de Yamaguchi era explorar los bosques de los alrededores, encontrar templos y ofrendas abandonadas, cascadas que nadie había visto y se encontraban vírgenes. Cada que las labores no eran tan arduas, Yamaguchi gustaba de ir a bañarse en los cuerpos de agua que encontraba cada que se perdía a propósito en el bosque.

La vida en ese pequeño pueblo desconectado del mundo era así de tranquila y despreocupada. A Tadashi le gustaba la tranquilidad, el silencio del bosque, el poderoso rugido de las cascadas. Los latidos de la naturaleza.

Eso no quería decir que todos disfrutaran el pueblo de esa manera.

La gente se iba seguido, migraba a la ciudad, donde había más y mejores oportunidades. Durante su infancia, Yamaguchi recordaba tener muchos amigos, sin embargo, al crecer los niños, sus familias migraban con tal de que sus hijos crecieran en una ciudad, con todas las facilidades de la vida moderna. Yamaguchi fue el que se quedó atrás con su familia.

En la actualidad, él era el único adolescente en la comunidad. Todos los demás pasaban de los 25 años de edad. Así que, dentro del pueblo, lo trataban como un hermano menor; aunque eso no significaba que lo consintieran.

Diario, la jornada iniciaba a las 7:00 am. Siempre había algo que hacer, algunos días menos que otros; en consecuencia, Yamaguchi no siempre gozaba de tiempo para el ocio. Cuando no había que sembrar arroz o fresas, había que cuidar a los animales y, cuando no había que hacer eso, tenía que ayudar a sus vecinos con cualquier tarea que tuvieran para él.

Cada que podía, asistía a la escuela rural. Sabía leer kanjis sencillos, contar y realizar operaciones básicas. La literatura se le daba mal y las ciencias peor aún. Aparte de eso, no había dificultades y preocupaciones para Yamaguchi.

Excepto por una.

Todas las noches, algo lo visitaba a la luz de la luna. La sombra de la duda.

No tenía mucho desde que había empezado a albergar dudas, pensamientos que pasaban por su cabeza todas las noches cuando estaba solo en pequeño trozo de mundo, dudas acerca de su vida. ¿Iba a estar toda su vida en Nakashozenji? ¿Qué pasaría cuando tuviera que ir a la universidad, o preparatoria, o lo que fuera?

Pero había una más importante que el resto.

"¿Por qué me siento tan solo?"

Cada que se le atravesaba esa pregunta por la cabeza, sentía el pecho constipado. Era como un vacío dentro suyo.

A veces, para huir de los pensamientos, se escapaba de su cuarto, de su casa y salía a internarse al bosque. Caminaba en medio de la oscuridad con los sentidos atentos, plenos. No le importaba perderse. Ese bosque era una extensión de él y lo llevaba recorriendo desde niño.

Sin embargo, el bosque estaba empezando a no ser suficiente. Faltaba algo en su vida, y el pequeño campesino solitario no sabía lo que era.

Máquina del TiempoWhere stories live. Discover now