IX. El pequeño pueblo en medio de la nada

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"Me siento como un marciano en un planeta desconocido"

—Marisa Medina

Lo despertaron los rayos del sol que entraron dentro de la habitación improvisada en la cual había tenido que dormir. Desde que abrió los ojos sintió una molestia en la espalda, la colchoneta que le habían dado era incómoda y plana. No había podido descansar nada.

No sabía (y no le interesaba) si el hijo del campesino se había despertado ya. El sujeto era extraño y Kei lo había notado. Desde que subieron a la camioneta no le había quitado los ojos de encima, tampoco lo dejó de observar cuando estaban en la sala de la casa y también lo había atrapado observándolo durante la cena (el estofado era de lo único que no se podía quejar del viaje). Además, cuando ya estaba dormido, le había preguntado su nombre.

Le respondió solo para que dejara de molestar. No sabía cuál era el problema del campesino, pero no importaba, tenía que levantarse para enfrentar lo que sea que sucedería de ahí en adelante. De más estaba decir que se negaba a salir de su incómodo lugar de "descanso".

Se puso de pie y el hijo del campesino ya no estaba, sobre la cama había dejado una camisa blanca sin mangas y un par de shorts oscuros. Kei no les prestó atención y se dedicó a vestirse y asearse, ¿había siquiera agua caliente en un sitio así?

Para su sorpresa, sí. Terminó de bañarse y se alistó para ir a la cocina de la casa ajena. La sensación que le daba el simple hecho de estar ahí era extraña, era un forastero, un extraño elemento en el paisaje, no pertenecía ahí.

Al salir del cuarto, el cacareo de un montón de gallinas llamó su atención. Volteó la mirada, estaban en su corral, eran más de 10 y todas hacían un escándalo demasiado molesto. Dentro del corral estaba el hijo del campesino, llenando lo que parecía ser su comedero y limpiando por dentro el chiquero. ¿Debería decir buenos días o fingir que no estaba ahí?

Después de la noche anterior, lo mejor era fingir que no lo había visto.

Pasó de largo, haciéndose el desentendido e ignorando si el campesino había notado su presencia. Entró en la cocina y el ambiente era similar al del chiquero. Demasiado ruido para su gusto.

Los padres de los jóvenes estaban platicando animosamente mientras las madres desayunaban. Cuando notaron su presencia dentro de la cocina, su madre volteó en su dirección.

­—¡Kei, buenos días! —desde donde estaba sentada, agitó la mano para saludar. —Ya es hora de desayunar, ¿quieres algo en especial? —dijo, mientras se ponía de pie.

—Buenas. —respondió, con desinterés. —Lo que sea está bien. —se sentó en una silla libre en la mesa, la madre del campesino estaba sentada en la mesa, Kei le dedicó una sonrisita a manera de saludo, después volvió al mismo semblante serio que había tenido desde el día anterior.

La casa era rara, olía raro, extraño, distinto. Definitivamente él no formaba parte de ese paisaje, de ese ambiente...y sus padres tampoco, por más que quisieran aparentar que sí. ¿Cuánto tendrían que quedarse ahí? Aún no sabía el plan de su padre, además, desconocía qué había sucedido con el auto, ¿seguiría varado en el camino?

Se sirvió un par de huevos estrellados, un pedazo de pan y un vaso de jugo de naranja. Sorpresivamente, todo tenía un sabor exquisito. Comió sin demostrar demasiada emoción, eso llamaría la atención. Y eso era lo que menos quería en el momento.

—¿Ya tienen idea de qué vamos a hacer? —en medio del desayuno, preguntó a la nada, esperando que alguien respondiera. Su padre lo hizo.

—Puede que te sorprenda, pero sí. —le sonrió, Kei dio un sorbo a su jugo de naranja. —Los Yamaguchi dicen que en el pueblo hay una caseta de teléfono, es el único teléfono que hay, ¿puedes creerlo? —Kei negó con la cabeza, de hecho, había muchas cosas de estas vacaciones que no podía creer. —Así que el plan es este: —su padre prosiguió— me acompañarás a esa caseta telefónica, llamaré a la compañía de seguros y veremos si pueden remolcar el auto y llevarlo a la ciudad. De ahí lo reparamos y continuamos nuestro camino.

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