XII

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Salgo de la escuela y el frío de la calle me golpea obligándome a caminar a contracorriente. Dirijo la vista a la luna, que flota casi redonda sobre los edificios. Me encanta que sea de noche al salir de las clases así que eso contrarresta el problema del frío y apenas lo noto.

Me llega al teléfono un mensaje de mi madre diciendo que me compre la cena porque no han podido cocinar nada, y me tiento los bolsillos con las manos instintivamente. Llevaba el dinero justo para pagar las clases, así que tendré que ir a casa primero. Genial. Sigo caminando con las manos en los bolsillos y la mirada distraída clavada en el suelo hasta que, al doblar la esquina, me da por mirar al frente.

Más adelante va caminando una pareja. Llevan un paso lento y sólo con fijarme un poco me doy cuenta de que hay algo extraño entre ellos. No se conocen. Más bien parece como si el hombre se hubiera acercado a preguntar algo a la mujer. Enseguida reconozco en ella a Lauren. Parece que últimamente me dedico a adivinarla de espaldas.

La cercanía del hombre me hace dudar de mi primera impresión pero algo en la forma de moverse de Lauren apoya mi idea de que son desconocidos. Un desagradable cosquilleo me recorre la espina dorsal y aumento el ritmo de mis pasos instintivamente. Puedo ver cómo el hombre está diciéndole algo pero estoy demasiado lejos para escucharlo. Lauren responde sólo a veces, sin mirarle directamente y con gestos dubitativos. Incluso desde mi posición se la ve incómoda. Están casi parados en medio de la calle y Lauren empieza a verse arrinconada contra la pared que tiene a su lado.

Siento calor concentrándose en mis puños cerrados cuando el hombre acaricia un mechón de su pelo y me doy cuenta de que estoy casi corriendo en su dirección. La verdad es que me choca el comportamiento de Lauren. Acorde a su forma de ser, siempre me la habría imaginado reaccionando con firmeza ante una situación así. Lo cierto es que es fácil imaginársela insultándole a gritos o incluso defendiéndose físicamente. Pero nada más lejos de la realidad.

Intenta seguir su camino pero él la agarra del brazo, inmovilizándola. Nunca había visto a Lauren tan asustada. Parece que ni siquiera es capaz de despegar los pies del suelo.

– ¡Lauren! –intervengo fingiendo un tono jovial–. ¡Por fin te encuentro!

El tipo enseguida libera su brazo de su agarre disimuladamente y Lauren me mira. Se me estruja el corazón al ver sus ojos, muy abiertos y ligeramente humedecidos.

– ¿Camila...? –articula algo confusa.

Yo me agarro de su brazo con una sonrisa y tiro un poco de ella, consiguiendo sacarla de su bloqueo físico.

– Ven, estamos esperando todos allí –digo señalando al frente con un movimiento de cabeza poco preciso y, tal y como esperaba, veo de reojo cómo el hombre mira en la misma dirección con recelo y, después, a su alrededor.

Empiezo a caminar con ella improvisando una conversación cualquiera y el tipo echa a andar en la dirección contraria. Lauren sigue caminando muy tensa aferrada a mi brazo. Una vez me he asegurado de perderle de vista dejo de decir tonterías y nos detenemos, aunque sin soltarnos.

– Lo siento, no sabía qué hacer –digo–. ¿Estás bien?

Ella asiente con la cabeza, seguramente porque si habla demostraría lo contrario.

– Estás temblando.

Lauren retira el brazo y por un momento siento que me he tomado demasiadas confianzas.

– ¿Tú no tienes frío o qué? –replica.

Siento unas ganas irrefrenables de abrazarla, porque está claro que no es el frío. Casi puedo verla intentando reconstruir su coraza y recuperar su imagen de mujer de hierro, pero a mí no va a conseguir engañarme más. Sus ojos aún brillan y me pregunto qué estará pensando para lograr mantener las lágrimas al otro lado.

– ¿Te ha hecho daño? –pregunto al ver que está frotándose el brazo.

Ella niega con la cabeza, mirándolo. Me da la sensación de que aún le cuesta reaccionar, aunque haga lo imposible porque no se le note.

– No hace falta que hagas eso.

– ¿Que haga qué? –contesta ella.

Yo le dedico una débil sonrisa.

– Nada.

De verdad me resulta extraño verla así. Le ha afectado más de lo que yo esperaba y de lo que ella probablemente admitirá jamás. ¿Es que realmente creí conocer a una persona a la que no conocía?

– No ha sido nada. Es tarde –dice haciendo un leve gesto con la cabeza para que sigamos andando–. Supongo que tendrás que irte a casa.

Caminamos por el asfalto en dirección al metro, mirando al suelo. Me gustaría decirle que puede ser sincera conmigo, que no reprima sus sentimientos. Pero me parece que es su mecanismo de defensa y prefiero no hacerla sentir más violenta.

– ¿Estás segura de que estás bien? –pregunto como respuesta poco antes de llegar a la boca de metro.

– ¿Qué eres, mi madre? –bromea, logrando sonreír.

Yo le devuelvo la sonrisa y sacudo la cabeza alzando las manos en señal de tregua.

– Nos vemos el próximo día –nos despedimos cuando llegamos al metro y me dirijo a la entrada–. Y Camila.

Respondo a su llamada volviéndome para mirarla.

– Gracias por haberme ayudado con ese tío.

– Cualquiera hubiera hecho lo mismo, no tienes que darme las gracias.

– Acéptalas y punto –me ordena con una sonrisa, y no puedo hacer otra cosa que sonreír también.

Ya dentro de la estación de metro me dirijo a mi andén y me siento a esperar. Sigo estando inquieta. Hay algo que me ronda la cabeza y no soy capaz de extraer la idea. Como si se moviera muy rápido o estuviera incompleta.

Un rato después llega el tren, me siento en uno de los asientos libres y no es hasta tres paradas más tarde que se produce un clic en mi cabeza.

No es hasta entonces que consigo agarrar ese pensamiento resbaladizo entre mis dedos y sostenerlo frente a mis ojos. Cada evidencia se me pasea por la mente una tras otra. Cada signo que no he sabido ver. Los hematomas, las ojeras, las insistentes llamadas que no contestaba, su facilidad para evadir ciertos temas de conversación. Su cuerpo paralizado de miedo mientras ese tipo la molestaba, su brazo temblando. La forma en la que ha mirado a los lados antes de irse tras despedirnos. Ni siquiera he interpretado bien una simple frase, que ahora me parece cargada de otro sentido. "Supongo que tendrás que irte a casa".

Me doy cuenta de lo torpe que he sido al dejarla sola y, cuando ya ha sonado el pitido que avisa de que van a volver a cerrarse las puertas del tren, me levanto como un resorte y me precipito hacia el exterior, escuchándolas cerrarse justo a mi espalda, para coger el tren que va en dirección contraria.

El arte en una mirada; CamrenWhere stories live. Discover now