XXXI

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Dos días después llego a clase sintiéndome extrañamente bien. La ilusión de ver a Lauren, como todas esas tardes, habita cada parte de mi cuerpo dándome ganas de reír de alegría. No disminuye cuando ella cruza el umbral de la puerta, maletín en mano, con su típica forma de caminar, esos pasos seguros que, en comparación con su estatura, se ven demasiado largos, y que marcan su propio compás con los tacones, ese ritmo que me cautiva. Mentiría si dijera que alguna vez he podido resistirme a admirar el contorno de sus piernas que parecen suaves sin necesidad de tocarlas, la gracia de sus rodillas o las curvas de sus caderas, y mentiría si dijera que no hay atractivo en su busto o que su rostro no me resulta cada día más hermoso. Mentiría también si dijera que no me arde el pecho cuando intenta mantener la mirada vacía y se le escapa hacia mí en ocasiones.

Ha comenzado ya la clase cuando Dinah entra por la puerta. Lauren, que detesta la impuntualidad, le lanza una mirada resignada que se desvanece en cuanto ella murmura una disculpa y se dirige a su asiento. Casi llegando a mi lado, me saluda con un guiño y yo le sonrío.

– Hola –susurra mientras se sienta y saca el material.

– Hola –respondo en su mismo tono de voz para volver mi atención a la clase.

Me cuesta concentrarme porque tengo ganas de que llegue la hora de acercarme a Lauren, bajar juntas tal vez, como casi siempre, y cuando apenas quedan unos minutos para que la clase llegue a su fin, comienzo a recoger mi material. No entiendo por qué esta impaciencia como si no la hubiera visto en mucho tiempo, pero hay algo que me hace echarla de menos constantemente.

Justo antes de poder acercarme a su mesa, Dinah me distrae con un comentario gracioso acerca del trabajo que hemos hecho, intercambiamos unas risas y, cuando vuelvo a mirar hacia la mesa, está vacía. Confundida, la busco alrededor y la veo salir por la puerta con apremio. La sigo y, una vez en el pasillo y advirtiendo que no tiene intención de detenerse, digo su nombre. Ella se gira desconcertada y señalo la puerta con el pulgar.

– ¿No cierras? –pregunto manteniendo implícito un "¿dónde vas?" que me guardo para mi curiosidad.

Lauren sacude la cabeza pero no se detiene, sólo camina más despacio.

– Las llaves están abajo, luego sube el conserje –contesta dando por zanjada la conversación.

– Espera, te acompaño –la retengo mientras me acomodo el abrigo en una mano sosteniendo la mochila con la otra. Ella se detiene casi llegando a las escaleras y me doy cuenta de lo invasivo de mi frase, así que rectifico-. ¿Puedo acompañarte?

– Si quieres –contesta ella.

Ignorando la impresión de que está siendo huidiza conmigo, camino rápidamente hasta ella para no hacerla esperar y bajamos las escaleras. Ninguna de las dos dice nada hasta que salimos de la academia y recorremos una calle entera. Cada vez que intento separar los labios para romper el hielo, siento que el silencio es demasiado denso para decir algo tan vacío y se me cierran solos. La observo de reojo. El cabello que le cae hacia los lados me oculta su rostro, pero se puede apreciar que va mirando hacia el suelo. En una de las ráfagas de viento, alcanzo a ver sus labios fruncidos, que en ella es señal de estar pensativa. En ese momento gira repentinamente la cabeza para mirarme mientras me pregunta:

– ¿Nos sentamos?

Asiento negándome a aceptar el temor que empieza a crecer en mi estómago y ambas buscamos un banco a nuestro alrededor. Señalo uno con la cabeza y, sin decir nada más, nos encaminamos a él. Una vez sentadas, reparo en que los nervios no me dejan pensar. Saco una cajetilla de tabaco mientras ella coloca su bolso junto a su falda, en medio de las dos, y me enciendo un cigarrillo entre los labios. Aspiro una calada y expulso el humo despacio para guardar la caja después y mirar a Lauren, quien parece no saber aún qué decir.

El arte en una mirada; CamrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora