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| • Capítulo 3 • |

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Tomo el último sorbo de té y empiezo a aceptar mi realidad: no voy a poder dormir esta noche. Aunque no es una novedad. Después de mi diagnóstico el insomnio se hizo parte de mi vida. A veces podía verlo como un enemigo, otras, cuando necesitaba terminar mis tareas, lo veía como un fiel amigo.

Esta noche no sé cómo tomarlo.

Después de dar varias vueltas por la cocina entiendo que es una lucha inútil, que el té de la abuela no va a ayudarme a conciliar el sueño jamás y que lo único que puedo hacer para aclarar mi mente es ir a dar un paseo por la plaza, ahora que todavía puedo hacerlo.

Sin pensarlo demasiado, guardo el móvil en el bolsillo del pantalón y salgo del departamento en silencio.

Es un barrio tranquilo, pero no puedo caminar del todo confiada, necesito mantener la guardia en alto a esa hora de la noche. Mirar a ambos lados, adelante y atrás; volver las manos dos puños y poner la mirada pesada, porque no importa en qué parte del mundo te encuentres, has sido entrenada para huir, para correr y gritar fuerte, para aceptar la culpabilidad de cualquier crimen. No importan las circunstancias, solo importas tú.

No pienso en nada que no sea mirar los alrededores y tratar de ignorar a la pareja que se oculta detrás del contenedor de basura. La plaza se divisa a lo lejos, tan grande e imponente como cualquier sitio en París. No puedo evitar echarme a correr hacia ella como si se tratara de un viejo amigo

La plaza central tiene un toque mágico, hace que cualquiera se sienta en casa; de noche trae la paz. Las personas que vienen a esta hora son pocas y, quienes lo hacen, no suelen meterse con nadie. Creo que están igual de confundidas que yo, porque todos tienen la mirada perdida en algún punto dentro de esa plaza. Se ha vuelto una costumbre cerca del barrio, salir para aclararse las ideas. Es probable que las decisiones de vida más importantes se hayan tomado en un lugar libre y solitario.

Debería llamarse «la plaza del existencialismo», único sitio donde cualquiera puede procesar sus pensamientos más profundos sin sentirse juzgado.

Me dejo caer sobre una silla solitaria y empiezo a pensar en cómo terminé aquí, sola, en una plaza vieja, con hambre, sin sueño, sin un hogar, sin mi familia. Pienso en papá y en cuánto lo echo de menos. No es un gran hombre, pero es mi papá. Recuerdo nuestros viajes a la playa con mamá, antes de que se divorciaran y me entra la nostalgia. Yo amaba el mar, cuando era pequeña no podía dejar de visitarlo. Cada año mi regalo de cumpleaños era una gran fiesta en la playa, incluso después del divorcio, mamá seguía llevándome al mar... Hasta que enfermé y el sol se convirtió en mi enemigo mortal.

Pasé gran parte de mi infancia investigando sobre el mar, sabía tanto de el, que no tenerlo cerca me dolía... Aunque no tanto como las miles de jeringuillas de monoclonales que tendrían que inyectarme si me hacía la ruda, en ese caso se pone todo en perspectiva.

Sé que, mientras yo estoy quieta contemplando el cielo, en alguna parte del mundo el océano sigue moviéndose con libertad y, aunque no pueda verlo fuera de mi mente, me trae paz.

A veces me siento como una ola que rompe contra la orilla durante la noche; por más alto que grite, nadie puede ayudarme, nadie puede entender mi idioma, nadie puede descifrar mis palabras atascadas en un nudo en la garganta. Y, durante el día, cuando las personas están ahí, no están conmigo realmente. Verdades a medias. Soy una mentira que grita por ayuda en un mundo de caos, un grito profundo que, cuando obtiene atención, se encuentra con la voz cortada. Ser honesta no es una opción real para mí. No tengo una voz porque hablar implica romper el preciado silencio que trae paz a los corazones de las personas. Hay un momento en la vida de cada persona, donde se debe decidir si perturbar la paz del mundo es más importante que tu estabilidad emocional. Siempre es bueno hablar, pero cuando tu problema no tiene solución y no tienes la opción de ser sincero con ayuda profesional porque todo es riesgo de arresto... Las cosas se tornan un poco complicadas.

El Café Moka de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora