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| • Capítulo 8 • |

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—Magret de pato a la naranja. —Leo mientras finjo interés al pasar la página de una vieja revista gourmet—. Uh, pechuga de pato con granada. ¿Qué opinas, Pacman? ¿Cómo quieres tu pato al horno?

El pato, que cuida la puerta que va al jardín trasero, me grazna y abre las alas como si quisiera volar directo hacia mí.

Hago un puchero y simulo algo de pena desde el otro lado de la barra de la cocina.

—¿Seguro que no eres un dodo? —giro hacia Dan, que hace sus deberes frente a mí, tratando de ignorar nuestra discusión, y le informo—: Los dodos no pueden volar.

—Te va a morder —canturrea el niño sin alzar la mirada.

Yo sonrío al escuchar al pato gruñendo. Las últimas horas sacarlo de quicio ha sido mi misión, un tipo de entretenimiento diferente. Descubrí paz y catarsis en su ira contenida. Dany no le permitía atacarme más. Ahora es mi turno de saborear el plato frío de la venganza.

Sigo sin saber cómo es que un pato puede gruñir porque su graznido suena a la queja de un chihuahua enojado. Tal vez es una extraña cruza entre un perro y un dodo. Nunca se sabe.

—Tranquilo, Pac, algún día sabremos por qué motivo Dios les dio alas a los patos domésticos.

—El cuerpo de los patos es un perfecto diseño aerodinámico —explica el niño mientras hace cuentas con la mente y anota un par de ecuaciones en la libreta frente a él. Puede hacer un montón de cosas a la vez—. En teoría puede volar, pero los patos domésticos han perdido la práctica con la evolución. Pacman es un pato de la especie Anas Platyrhynchos Domesticus.

—Confit de pato con peras —continúo leyendo la revista de recetas—: Pato a la Catalana, Magret de pato con reducción de Oporto... Uh, eso suena doloroso.

No tenía ni idea de qué rayos era el oporto, pero no querría que me lo redujeran, muchas gracias.

—Veo que su relación va mejorando —interrumpe Daniel, entrando a la cocina como quien lo hace cada mañana.

Pues no, la naturalidad el día de hoy no es su fuerte.

África me había jurado que el señor Adacher apenas ponía un pie en la cocina cuando necesitaba comer algo en específico. En mi opinión, la palabra «necesidad» ya estaba sobrevalorada.

—Ya somos mejores amigos, ¿cierto, Pac?

En cambio, el pato me gruñe.

Bueno, queda claro que nuestra relación va a tomar algo tiempo.

—Eso veo —dice sin interés—. Lo que quiero saber ahora es qué hace Daniel haciendo la tarea en este lugar.

Siempre creí que era raro cuando las personas se respondían a sí mismas. «¿Qué hace Daniel haciendo la tarea?» ¡Bueno, pero si el cerebro se lo había succionado el niño!

—Danya no quiere perderme de vista. Dice que su trabajo es cuidarme —responde sin dejar de hacer sus cuentas en la libreta.

Me sorprende que ese lápiz no esté echando humo en este instante. Las manos de Cerebrito vuelan sobre las páginas. Al principio me preocupé un poco, pero, conforme pasaron los días, me di cuenta de que para él era tan común como cepillarse los dientes por la mañana. Dan y los números eran como un círculo sin fin.

—En eso estamos de acuerdo —responde Daniel Adacher mirándome directo.

Lo veo de reojo, pero no aparto la atención de la revista de cocina. Todo tiene pato y, por más que desee hacer sufrir a Pacman, no puedo cocinar pato... En especial, porque dudo que pueda hacerlo sin quemar algo y Dan no estará dispuesto a dejarme amarrar al suyo.

El Café Moka de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora