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| • Capítulo 5 • |

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Es un día nuboso. La protección de las nubes me permitió sentarme junto a la ventana en la cafetería al llegar, lo cual me deja perder la mirada en el vaivén de los niños jugando sobre la acera, los autos viajando con prisa y los clientes sonriendo satisfechos al salir con sus bebidas en mano. El mundo es maravilloso cuando nos detenemos a mirar agradecidos y Paicys es el mejor lugar para hacerlo.

Tengo frente a mí la libreta de deudas. En realidad, es una libreta de notas, pero desde que mamá murió, tuve que mudarme con Ben y luego él fue acusado del fraude... Bueno, desde entonces se ha convertido en una especie de listado de desgracias y deberes.

Debo concentrarme en ella, sé que tengo que hacer las cuentas reales, las que no le muestro a Beca porque se iría de espaldas, pero no puedo. Mi mirada se nubla cada vez que intento idear una nueva estrategia.

No tengo forma alguna de mantenerme viva y con la moral integra al mismo tiempo. Sé que tendré que volver con Ben tarde o temprano y que retrasarlo solo empeorará el pronóstico, pero no encuentro dentro de mí la fuerza suficiente para hacerlo.

Ya he recibido más de la mitad de los costosos medicamentos que donan los doce miembros del grupo, Beca y Kleyton siguen pagando todo el alquiler. Estoy arrasando con todo y si no me detengo ahora voy a terminar sin amigos, sin grupo, sin nada.

El camarero llega con mi café y me trae de regreso a la realidad dentro de la libreta. Agradezco y espero a que se vaya. Estoy a punto de llamarme al orden, mantener la compostura y fijar la mirada en las deudas para volver a empezar con las cuentas, cuando tomo la taza de café y dejo caer la cuchara al suelo.

Miro a mi alrededor, pero nadie parece interesado en mí. El camarero se ha ido, así que no me queda opción más que ponerme de pie, tomar la taza de café y dirigirme hacia la barra principal. Necesito hacer el cambio antes de que mi café moka se enfríe.

—¡Disculpe! —intento llamarlo, pero es inútil, hay demasiadas personas esperando su atención.

Justo cuando pienso que estoy por alcanzar una de las cucharas empaquetadas sobre la mesa, un cuerpo pequeño se me cruza por delante y me derrama todo el café encima.

Maldigo entre dientes e intentó alejar la blusa de mi piel porque el contacto me quema, pero es inútil, el ardor no se va ni siquiera un poco.

—¡Dan! —llama una mujer horrorizada.

Bajo la mirada y encuentro a los ojos azules más hermosos que he visto en la vida. No tardo mucho en reconocerlo, aunque parece más pequeño ahora, tiene la mirada horrorizada y no deja de retorcer las manos. Es Dan.

Una mujer rubia, delgada, de piernas largas y bronceadas, se nos acerca de pronto. Aparta al niño de mí y me mira como si yo tuviera la peste negra o algo por el estilo.

—Bueno, esto se ve mal —acepta el hombre que acaba de llegar junto a la rubia.

Me toma unos segundos recordar quién es él. Han pasado solo tres días desde la última vez que lo vi en la plaza, pero la neblina lúpica a veces nos juega así de sucio.

—¿Adacher? —casi gruño—. Bueno, de tal palo tal astilla —mascullo mientras intento limpiarme la ropa con el puñado de servilletas que me ha tendido.

—¿Se conocen, Daniel? —pregunta la rubia con una sonrisa congelada.

—Sí —respondo.

—No —responde él.

De fábula.

—Bueno, un poco...

—En una entrevista...

El Café Moka de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora