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| • Capítulo 14 • |

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¿Hay algo peor que la inoportuna sensación de muerte inminente? Lo dudo

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¿Hay algo peor que la inoportuna sensación de muerte inminente? Lo dudo. Es mirar de frente a un reloj de arena que va demasiado rápido, que parece tener prisa, que mira de frente todos tus sueños, tus metas y se ríe a carcajadas mientras no puedes hacer más que contemplarlo en silencio. Es tener un nudo en la garganta que no vale la pena liberar, porque sabes de antemano que no resolverá nada. Has aprendido que las lágrimas no lo hacen.

Es invisible. El lupus es invisible y te dota de una carga de dolor invisible que, lamentablemente, no te convierte en la chica invisible. Porque si pudieras ser invisible, aunque sea en los momentos de dolor, tendrías la libertad de romperte en mil pedazos sin pensar en los demás, si nadie te ve nadie sufre contigo, si nadie te escucha a nadie se le agrieta el corazón... Tu llanto es como una lata de gas pimienta que intoxica a los demás... Y no quieres convertirte en dolor, no quieres ser una fuente natural de dolor para los demás, porque sabes que puedes ser más que eso y un momento de debilidad no debería definirte.

Pero lo hace.

Lo hace cuando ese momento se convierte en dos y luego en tres y luego sabes que eres ácido tóxico para la gente a tu alrededor. Entonces haces un trato contigo misma, elaboras un plan de contingencia, pones una mano sobre tu estómago, inhalas y exhalas, repites internamente lo que estás haciendo y poco a poco tu mente vuelve a la paz. Haces a un lado el dolor. No lo curas, no lo tratas, ni siquiera lo miras, lo guardas y te preparas para que algún día explote, pero ya tendrás tiempo para ocuparte de eso en el futuro, ¿no? Si es que hay un futuro.

Me restriego la cara con las manos. Hace horas las lágrimas dejaron de correr. Me he quedado seca y no quiero volver.

El dolor me está matando. Tengo las manos hechas un lío y los pies hinchados como dos sapos que no me dejan mantenerme en pie por mucho tiempo.

La mezcla de los factores altera el producto. No era el sol de la tarde, no era el estrés de las deudas, la persecución o la adrenalina liberada, era todo. Mi cuerpo reacciona después de un millón de advertencias. La parte culposa en mi subconsciente me hace creer que lo merezco, lo merezco por no haber escuchado, por no haberme detenido cuando tenía oportunidad, por no haberme cuidado lo suficiente.

Cierro los ojos y sacudió la cabeza, como si al hacerlo todos esos pensamientos pudieran botar disparados fuera de mi cabeza.

No, no lo merezco. No merezco esconderme del día, tampoco merezco analizar cada una de mis acciones para calcular en cuál de ellas es más indispensable usar las manos y en cuál puedo pasar de largo o fingir más ocupaciones para pedir ayuda. Merezco tener emociones como cualquier persona, merezco dejarme sentir temor, euforia, sentimientos fuertes y decadentes, lo merezco todo y al mismo tiempo no merezco nada.

Es difícil comprender cuánto podemos merecer y cuánto realmente podemos obtener. Los niños en África merecen agua, tienen tanto derecho a vivir plenamente como cualquiera de nosotros... Y no lo tienen. Los niños con cáncer pagan el precio de la evolución tecnológica a base de transgénicos y radiación genética de generación en generación y nadie puede ayudarles. No espero obtener un resultado diferente. No soy tan especial.

El Café Moka de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora